jueves, 27 de mayo de 2010

UN RELATO APASIONANTE

Cuando leí este relato, quedé impresionado.
Por dos cosas. Primero, el extraordinario suceso que aquí nos es contado por quien lo vivió en forma directa.
Y segundo, y tan importante como lo anterior, sino más, por la forma en que esta historia nos es contada.
Damian Mast, el autor de este apasionante texto, no es escritor, si no científico.
Nació en Rosario, Argentina, en 1973. A los veintitrés se fue a estudiar a Córdoba, donde pasó doce años. De allí saltó a Palma de Mallorca a vivir dos años que difícilmente borrará de su memoria. Actualmente vive en Granada y trabaja como Astrónomo en el Observatorio de Calar Alto.
Con una cuota de humildad e ironía, Damian termina su reseña biográfica con estas palabras: Mañana nunca se sabe.
Hace unos pocos días nos regaló con estos recuerdos de un fenómeno inquietante.
Y muy bien escrito, por cierto.
Espero que lo disfruten.


Y SI DEJARAN DE HABITAR NUESTROS SUEÑOS

Ocurrió durante unas vacaciones en San Bernardo, donde fuimos con mi hermano Gastón y otros dos amigos, hace casi veinte años.
Por aquella época, San Bernardo era el destino obligado de la costa atlántica argentina para un grupo de adolescentes como nosotros. Se acostumbraba a viajar en grupos y, una vez en el lugar, se recorrían las inmobiliarias buscando cualquier techo para alquilar. Después de mucho caminar, encontramos una que nos ofreció un departamento a tres cuadras del mar, en un tercer piso.
El departamento tenía dos dormitorios, con una cama de matrimonio en la habitación y un futón en el living. El agente nos enseñó todo y, antes de retirarse recordó:
—Ah, el baúl. El baúl —dijo, giró sobre sus talones y apuntó con fuerza a un rincón donde descansaba un viejo baúl de madera, de metro y medio de ancho por uno de alto—. En ese baúl están guardadas las cosas de los dueños de casa. Por favor —juntó ambas manos en señal de plegaria y nos dirigió una mirada a cada uno de nosotros—, les pido encarecidamente que no les toquen nada.
—Quédese tranquilo, señor. Cuando vuelvan les va a parecer que por aquí no pasó nadie.
—Confío en ustedes. Parecen buenos chicos —nos dijo casi con resignación, dio media vuelta y salió a paso firme.
Estoy seguro de que la puerta aún no se había cerrado detrás del señor de la inmobiliaria, cuando los cuatro, al unísono y sin mediar acuerdo, nos abalanzamos sobre el baúl.
Para nuestra sorpresa —o no tanto, en realidad—, los dueños de casa no tenían la misma confianza que el de la inmobiliaria. El baúl en cuestión tenía un candado del tamaño de un puño. Si a los diecisiete años un candado te detiene, ya te puedo ir describiendo tu vida adulta sin necesidad de una baraja del tarot.
Los primeros intentos fueron con las distintas funciones de mi cortaplumas. Probamos hasta con el sacacorchos. Nada. El candado se resistía. Del cajón de la cocina, mi amigo Sergio trajo un cuchillo de punta fina y un destornillador viejo. Mientras yo intentaba hacer girar la cerradura del candado con el cuchillo, Sergio investigaba los goznes del baúl con el destornillador.
—Pará, boludo —le dije—. ¿Mirá si después no lo podemos volver a armar?
Dejé de forcejear la cerradura y me detuve un segundo a pensar dónde podría encontrar una herramienta más idónea. Además necesitaríamos más luz. Ese rincón era muy oscuro.
—Si tan sólo pudiésemos empujar el baúl hasta la habitación —les dije calculando la distancia que nos separaba de la puerta del cuarto—, sería más fácil.
Levanté la vista hacia Aníbal y mi hermano buscando respuesta, y éstos estaban atónitos mirando a mi espalda. Giré y me encontré con Sergio alzando sin el más mínimo esfuerzo el baúl. Alzó los hombros y dijo:
—Este baúl está completamente vacío.
En el momento de bajarlo y dejarlo nuevamente en el piso, la leve inclinación que provocó el apoyar una de las esquinas primero que la otra, mostró que no era cierto. Un objeto pequeño rodó dentro del baúl. Sergio lo levantó y lo fue inclinando hacia todos lados haciendo que el extraño objeto, que no debía de medir más de un par de centímetros y que a juzgar por la suavidad con la que rodaba debía tener forma esférica, se deslizara de un extremo del baúl al otro. Volvió a dejar el baúl en su lugar.
Seguimos recorriendo la casa, ajenos al baúl, y de pronto dije, no sé muy bien por qué:
—Esperemos que el baúl sea para proteger la cosita que está ahí adentro, de los inquilinos. Y no al revés.
Otra cosa que me extrañó de entrada, es que en todas las paredes de la casa había uno o dos candelabros pequeños, con cera derretida como si hubiesen sido utilizados infinidad de veces. En un departamento moderno como aquél, porque si bien estaba totalmente desnudo de decorado y no tenía casi muebles, el edificio no debía de tener más de diez años, tanto candelabro desentonaba. No le daba un toque macabro al lugar sino más bien de mal gusto. Lo relacioné con la cantidad de cortes de luz que estábamos padeciendo en el país por aquella época, que supuse podrían ser más frecuentes en un pueblo de veraneo.
El dormitorio no tenía absolutamente nada más allá de la cama y dos mesitas de noche. En realidad, quizá producto de un arranque de pasión decorativa del dueño de casa, había un pequeño cuadrito rectangular, de unos treinta centímetros, colgado sobre la cabecera de la cama. Parecía, si no fuese por el marco de madera, el arte de un niño de seis años. Unas montañas marrones, un cielo celeste y medio sol asomando por detrás de las montañas. Un amanecer. O un ocaso. Una buena alternativa a lo del vaso medio lleno o medio vacío. Al pie del dibujo, con letras negras de caligrafía nada cuidada, decía —o sentenciaba, mejor dicho—: “Nos encontraremos en el infierno”. En el renglón siguiente, a modo de firma, la palabra Apocalipsis seguida de dos números supongo que de versículo. No se molesten en buscar en la Biblia. Lo he hecho y esta frase no aparece por ningún lado.
Recuerdo que, ante tan desagradable cuadro, agradecí que estuviese justo sobre la cabecera de la cama, así uno no tenía que dormir mirando esa siniestra muestra de arte. Me tiré sobre la cama para probar el colchón, y al recostarme cruzando mis manos detrás de la nuca, descubrí mi reflejo en la otra pared. Con la cabeza apoyada en la almohada, el paisaje se reducía a un espejo de marco dorado donde aparecía un empapelado color crema con un cuadro justo en el centro. El efecto perturbador de leer la apócrifa cita bíblica al revés y entender su significado, poseía un morboso magnetismo que hacía muy difícil no reparar en el reflejo. Quizá fue ese mismo magnetismo el que hizo que a ninguno se le cruzara por la cabeza retirar el cuadro durante los quince días que pasamos allí. Ni siquiera después de lo que ocurrió esa madrugada.
Estaba claro que los dueños de aquella casa no eran gente muy normal. Como si el cuadro, los candelabros y el baúl no fuesen suficiente excentricidad, los cajones de las mesitas de noche estaban llenas de plumas de colores. Plumas blancas, verdes, negras, grises. No soy ningún experto en aves, pero había de muchas especies diferentes. Se me hacía muy difícil imaginar a una pareja, en el lecho conyugal, intercambiando las plumas que habían conseguido ese día, como quien relata las vicisitudes laborales de un duro día de oficina.
Regresamos al departamento poco después de las dos de la mañana. Ya habíamos pasado toda la tarde bajo el sol, habíamos recorrido de punta a punta varias veces la peatonal, saludando chicas que nos ignoraban con trabajada indiferencia, y habíamos comido las pizzas más baratas del pueblo. El cansancio del viaje también hacía sentir su peso, así que decidimos que por ser el primer día, ya podíamos irnos a dormir. Considerando el vínculo de sangre y esa necesidad adolescente de reafirmar la virilidad hasta en la forma de rascarse, se decidió por unanimidad que mi hermano y yo durmiésemos en la cama doble del cuarto. Gastón se colocó el walkman que le ayudaban a conciliar el sueño y se durmió. Yo me acosté a su derecha y cerré los ojos. Esa primera noche fue la única vez —me doy cuenta ahora— que no reparé en el reflejo del espejo.
Desperté en medio de la noche. Esos despertares tranquilos, nada traumáticos, donde uno simplemente abre los ojos y se queda allí, cómodo en la cama, sin siquiera cambiar de posición o estirarse. Me encontraba mirando hacia la pared, dándole la espalda a mi hermano. Podía escuchar, casi como un susurro, la música que salía de su walkman. Nunca los apagaba, obviamente, ya que de ser así no cumplirían su función narcótica. En cierta forma lo envidiaba porque las pocas veces que había querido hacer lo mismo, me despertaba sobresaltado con el estrépito del fin de la cinta. Así que traté de aprovechar el rumor que me llegaba de su aparato para volver a dormir. Eran los Guns n’ Roses tocando Sweet Child O’ Mine. La guitarra de Slash me siguía acompañando cuando giré y me puse boca arriba. En esa posición, vi por el rabillo del ojo a mi hermano en cuatro patas sobre la cama.
Recuerdo que lo primero que pensé, todavía con la vista clavada en el techo, fue que mi hermano podía estar descompuesto. Giré mi cabeza para decirle la mala idea que habíamos tenido al buscar la pizza más barata de la zona, y descubrí que él continuaba durmiendo sereno boca arriba. Los Guns N’ Roses seguían tocando desde sus walkman pero ya no pude registrar el tema. Lo que inicialmente supuse que era Gastón en cuatro patas, resultó ser un ser flaco como un árbol de ramas secas, con un traje negro —si acaso no era su misma piel— totalmente adherida al cuerpo. Al llegar al cuello, el traje negro terminaba y daba lugar a una cabeza blanca, con pelo blanco de corte casi militar. Por estas características fue que más tarde lo bautizamos El Albino.
Quedé congelado mirando como este ser a horcajadas de mi hermano, pero sin tocarlo, mantenía sus brazos extendidos a ambos lados de su cabeza, sobre la almohada. Pude sentir la respiración acompasada de Gastón y cómo, lentamente, El Albino iba flexionando sus brazos acercando su rostro al de él. A medida que se agachaba, comenzó a abrir su boca. La abrió completamente hasta el límite humano, y luego, continuó abriéndola todavía más como si fuesen las fauces de una bestia hambrienta. Noté que sus rodillas flexionadas llegaban casi hasta el pie de la cama, por lo que El Albino debía medir casi tres metros.
Cuando no hubo más de un puño de separación entre la quijada obscenamente abierta y la cabeza de Gastón, mientras el pecho del Albino parecía mecerse buscando el ritmo de la respiración de mi hermano, como ávido de su aliento, la criatura reparó en mí.
Giró bruscamente su cabeza y me miró. Si estaba empezando a recuperar mi motricidad, de repente mi cuerpo se contrajo y paralizó ante unos ojos abismalmente negros. El rostro blanco, las cejas blancas, y esos huecos negros sin pupilas, circundando la caverna negra en que se había convertido su boca, mostraban —pude sentirlo— cierta sorpresa. Era El Grito de Munch mirándome fijamente. Recuperé el control de mis brazos y sólo atiné a cubrirme el rostro con una mano y extender la otra hacia El Albino, como para apartarlo de mí. Lejos de tocarlo, pude ver entre los dedos de la mano con la que me tapaba la cara, como mi brazo lo atravesaba. Por un instante observé mis dedos extendidos detrás de su cabeza traslúcida. Cerré los ojos, sentí que estaba recuperando el control de mis músculos y solté el grito que estaba atorado en mi garganta. Un grito suave, in crescendo, como quien se saca arañas del regazo. Suficiente para que mi hermano despertase aturdido preguntándome qué pasaba.
Traté de explicarle con ademanes y detalles, sin poder contener mi excitación, la criatura que había tenido encima hacía unos segundos, pero no logré convencerlo. Tuviste una pesadilla, dormite, me dijo, me dije, me tapé, cerré los ojos y me dormí.
Hoy me sigo preguntando cómo fui capaz de dormir plácidamente toda la noche, si realmente vi lo que vi. Esto apoya la hipótesis de la pesadilla y todos tranquilos y cuerdos. Pero también pienso qué mecanismo mental interno —o quizá externo— nos mantiene mentalmente a salvo de este tipo de fracturas de paradigmas. Lo trato ahora de relacionar con los PMT (Paquetes de Memoria Thanáticos) que acabo de aprender.
Baudelaire decía: “La mejor treta del Diablo, es la de convencernos de que no existe”. Tal vez estemos rodeados de criaturas extrañas. Quizá estemos compartiendo este universo con otros seres cuya protección sea —vaya uno a saber mediante qué rebuscados mecanismos— que sigamos convencidos de que sólo habitan nuestros sueños.

Damián Mast
damianmast@gmail.com