sábado, 28 de agosto de 2010

HOMBRES DE NEGRO

Siguiendo con la saga de Damian Mast, hoy publico el ultimo relato que nos hizo llegar.
Con la calidad que ya es habitual, nos cuenta una historia vivida durante su infancia, donde los protagonistas se encuentran de pronto ante una categoría de sucesos que escapan a la comprensión. Esos momentos en que, sin lugar a dudas, el mundo cotidiano en el que evolucionamos se cruza, o es cruzado, por otra versión de lo que llamamos realidad.
Sucesos que escapan a lo racional de todos los días, sobre todo por lo evanescentes e intangibles.
Pero no menos “reales” que un muro que esconde un viejo deposito abandonado, una calle empedrada, una montaña de viejas botellas abandonadas.
Con precisión, dramatismo y poesía, Damian nos conduce por este relato de un hecho vivido en los años 80, en la ciudad de Rosario.
Sin dudas, una inquietante historia, contada con maestría.


SE QUE ESTUVIERON ALLI

No fue hasta que me decidí a escribir esta historia, que tomé conciencia de hasta qué punto lo que ocurrió aquella tarde influyó en mi futuro. Pero ese análisis lo haré en otro lado. Me cuesta creer que hayan pasado tantos años y recién hoy me disponga a contarla. Trataré de ser lo más objetivo posible, aunque el tiempo, ya lo sabemos, hace de las suyas.

Debería hacer la salvedad, nuevamente, de que estos son los hechos como los registró un muchacho de doce años que jugaba al fútbol y a los juegos de su Commodore 64, como cualquier otro muchacho de su edad. Y tenía una agencia de detectives.

De la agencia Julián & Damián, detectives y su destino ya les conté en otra ocasión. La maldita costumbre que tienen los niños de hacer las cosas por vocación, sin buscar el rédito económico, debe haber sido la causa de la disolución —ahora que lo pienso— de tan noble empresa. Aunque eso ocurrió mucho tiempo después de aquella tarde en que, sentados frente al monitor de la computadora, por el rabillo del ojo vi la Luna llena a través de la ventana del balcón. Eran las tres de la tarde.

No recuerdo a qué habríamos estado jugando. Lo que sí recuerdo es que era multijugador, es decir, juega uno y luego le pasa el joystick al otro. Julián estaba totalmente concentrado en el juego. Yo, sorprendido por mi visión de la Luna en plena siesta, buscaba en el pedazo de cielo que me dejaba ver la ventana, algún rastro de esa luz. Obviamente, no había nada. Era imposible ver la Luna a esa hora y a una altura tan baja sobre el horizonte. Además, no había sido la pálida Luna que se suele ver de día, sino un disco muy brillante.

“Hubiese jurado que acabo de ver la Luna”, le dije a Julián que seguía enfrascado en el juego. No me prestó ninguna atención, “y era algo muy brillante, muy raro”. Ver la Luna no parece ser algo que justifique mi sorpresa, aún a esa hora de la tarde, pero, movido por una extraña curiosidad, me vi rápidamente asomado al balcón del tercer piso de calle Wheelwright donde vivíamos con mi familia, frente al río Paraná.

Por aquellos años, antes de la construcción del Parque España, frente a mi departamento estaba el ferrocarril abandonado. Uno cruzaba la calle y se encontraba con un paredón de cuatro metros de alto y muchas cuadras de largo, construido por los ingleses a fines del siglo XIX. Detrás de ese muro, el cual sólo se podía traspasar por un par de entradas separadas unas tres o cuatro cuadras, se encontraban las vías del ferrocarril. Luego de atravesar vagones abandonados que servían de refugio a varios linyeras[1], había un conjunto de galpones. Hoy, esos galpones han sido transformados en restaurantes y bares de cierto lujo, pero aquella tarde en que me encontraba asomado al balcón buscando la Luna, aún eran utilizados como depósito de botellas en medio de las instalaciones abandonadas del ferrocarril. Ladrillo rojo, techo a dos aguas al más puro estilo inglés, sólo tenían en su interior montañas de botellas vacías en cajones. Pasando esos galpones, empezaba la barranca del río Paraná que terminaba, diez metros más abajo, con los muelles de pescadores. A ambos lados del depósito que estaba justo frente a mi balcón (ver foto al final), había dos montañas de botellas. Fueron esas botellas las que, de repente, se iluminaron como si un sol hubiese nacido detrás del depósito.

La luz fue creciendo paulatinamente hasta aparecer por encima del galpón y luego se apagó, de forma tan sutil como había empezado. Me quedé mirando fijamente, para ver si mis ojos no habían sido engañados por algún reflejo extraño, sintiendo el corazón latir bajo mi camisa. “Julián”, llamé con voz neutra, casi profesional —me gusta pensar ahora—, al ver nuevamente cómo se iluminaba todo lo que estaba a los lados del depósito y luego desbordaba luz por encima del techo a dos aguas. Para cuando Julián salió al balcón, la luz se había apagado nuevamente. “Hay algo detrás del galpón”, le dije señalando en dirección al río, “algo que ilumina todo lo que está ahí detrás”. No es que Julián no me creyera, sino que “algo” es un término demasiado amplio para generar curiosidad. La cuestión es que al cabo de unos minutos oteando el horizonte, Julián volvió a entrar en el departamento. No había introducido medio cuerpo, cuando aquel sol volvió a crecer. “¡Ahí!”, grité, “¿lo viste?”. Esta vez, con Julián nuevamente junto a mí en el balcón del tercer piso de calle Wheelwright, lo que sea que estaba detrás del galpón del ferrocarril comenzó a latir.

En menos de cinco minutos ya estaba barriendo la zona con los viejos prismáticos de mi abuelo. Julián me miraba excitado, atento a cualquier detalle que no se pudiese percibir a ojo desnudo. Sostenía en sus manos, lista para disparar, nuestra cámara de fotos: una clásica Kodak pocket de película 110. No debería extrañar al lector la celeridad con la que reunimos el equipo. Al fin y al cabo, éramos detectives.

A excepción del depósito, todas las instalaciones, desde el muro que daba a la calle hasta la barranca, para la fecha en que ocurrieron los hechos que narro, estaban completamente abandonadas. Si bien había unos caminos, empedrados con adoquines de la época de los ingleses, utilizados muy de vez en cuando por los camiones que cargaban y descargaban las botellas, la zona sólo era transitada por pescadores dirigiéndose a los muelles. La frecuencia con la que la luz latía iba en aumento. Fue entonces cuando Julián me tironeó del brazo, en silencio, señalando hacia la derecha. Al bajar los prismáticos, veo que por uno de los caminos se acercaban rápidamente, a juzgar por las nubes de polvo que dejaban atrás, dos autos negros. Un Renault 18 y un Peugeot 504. Recuerdo perfectamente la imagen de esos autos que parecían ir corriendo un rally, dentro del círculo recortado de la óptica. Al llegar frente al depósito, frenaron abruptamente, derrapando y, con los autos aún en movimiento, todas las puertas se abrieron al unísono. Se bajaron como en una coreografía muy ensayada, los ocho pasajeros al mismo tiempo. Cuatro de cada auto, incluidos los choferes, dejando las puertas completamente abiertas. Todos vestían trajes, con saco y corbata de oficinista, totalmente negros.

Me doy cuenta que mi corazón, veinticinco años más viejo, está excitado como el de aquel niño que miraba, alternando entre los prismáticos y su vista directa, como tratando de comprobar si no era el instrumento el que estaba alucinando, a dos grupos de cuatro hombres cada uno, que corrían con coordinación casi militar hacia la parte de atrás del depósito. Afuera el viento arrecia. Parece ser una típica tormenta de verano. Unas ramas golpean mi ventana, la que no puedo evitar vigilar cada tanto, y me devuelven al presente. Muy lejos de aquella luz que latía cada vez con más intensidad y con mayor frecuencia. Los hombres de traje negro de oficinista, que habían abandonado sus autos negros frente al depósito con sus cuatro puertas abiertas de par en par, desaparecieron a la carrera en dirección a la luz.

Y ahí cometimos un error nada digno de dos detectives. Muchas veces se plantea el juego intelectual de viajar con la máquina del tiempo al pasado y encontrarte con tu “yo” más joven. El juego consiste en responder, sin revelarle tu identidad, qué consejo le darías. Por mi parte me arrodillaría para que nuestras miradas queden a la misma altura, lo tomaría de los hombros y le diría: “Estudia lo que se te antoje, ve a donde quieras, no le confieses tu amor a ninguna de las chicas con las que sueñas y soñarás cada noche y cada mañana, si no te animas, pero por lo que más quieras en el mundo, la tarde del 13 de setiembre de 1983, sepárense. Que quede uno de ustedes en el balcón y el otro suba a la terraza solo.”

Recorrer los siete pisos que separaban el departamento de la terraza, corriendo por la escalera para evitar las demoras del ascensor, nos llevó menos de tres minutos. Desde el décimo se puede observar toda la isla que se despliega frente a Rosario, cruzando el Paraná. Nos quedamos un rato masticando la bronca en silencio, mirando hacia abajo, la cámara colgando inútil de la muñeca de Julián, yo sosteniendo los prismáticos a la altura del pecho. A unos doscientos metros bajo nuestros pies, podíamos ver el galpón del ferrocarril custodiado sólo por unas montañas de botellas. Ninguna luz. Ningún auto.

Sin apuro, con la certeza de que no encontraríamos nada, bajamos y cruzamos el paredón que separaba la calle del ferrocarril. Una de las entradas se encontraba a pocos metros de mi casa. Atravesamos las vías escudriñando cada metro cuadrado. Me detuve un rato frente al depósito, mirando los adoquines con el recuerdo de los autos negros derrapando. Julián ya estaba llegando a la parte trasera del depósito, así que me apuré para alcanzarlo y compartir el momento de algún posible descubrimiento. El depósito, del lado que da al río, tenía una galería con techo de chapa. Entre la galería y la barranca quedaban unos veinte metros. Luego de caminar un rato en círculos, pateando piedras y contemplando la escasa maleza que crecía entre los intersticios de las baldosas rotas, decidimos que ahí no había ningún rastro o pista de lo que había sucedido hacía menos de una hora. Volvimos a casa derrotados, impotentes, sintiendo que frente a nuestras narices ocurrían cosas que no éramos capaces de entender, pero teníamos la obligación de investigar. Aunque no sabíamos cómo. La sensación de que ahí terminaba todo y de que nunca sabríamos nada de la extraña luz, nos duró hasta la mañana siguiente al abrir el periódico local.

La Capital, el diario más importante de la ciudad, titulaba en una de sus páginas interiores, dentro de un recuadro pequeño, abajo a la derecha, “OVNI sobre la ciudad de Rosario”, y continuaba el artículo “Ayer por la tarde, varios lectores de este diario se comunicaban con nuestra redacción para informar que estaban viendo una extraña luz moviéndose en el cielo rosarino. Las autoridades del aeropuerto informaron a este medio que no se ha registrado ningún fenómeno anormal”. En la escuela fue el comentario de todos. Varias personas habían sido testigos de la “extraña luz en el cielo”, incluyendo a mi maestra que contaba muy sorprendida: “Se movía de un lado a otro a una velocidad increíble. Cuando una la miraba, parecía como si se escondiera detrás de los edificios. Era como si tuviese inteligencia”. Con Julián nos mirábamos sin decir palabra, asintiendo con la cabeza y sonriendo.

Recuerdo que lo que más llamó mi atención en aquel momento, fueron los comentarios acerca del comportamiento inteligente de la luz. Era lo único que no cerraba en los hechos. ¿Cómo puede una nave ser conciente de que una mujer, de entre más de un millón de habitantes, tendiendo la ropa en su patio, cada tanto la detecta en el cielo y esconderse como un hada jugando en el bosque?

Esa pregunta me persiguió por muchos años hasta que me topé en Internet con un sujeto que hablaba de dos hipótesis diferentes. Mi problema era que hasta ese momento yo sólo había conocido la del pelotón de tuercas y tornillos.

Supe de la existencia de los “Hombres de Negro” muchos años después.

Quiénes son estos personajes, aún no lo sé. Me cuesta creer que de ser extraterrestres o no pertenecer a esta dimensión, necesiten movilizarse en un Renault 18. Lo cierto es que algo buscaban frente a mi casa aquella tarde.

He vuelto un par de veces, pasados muchos años, a caminar junto al río entre los bares y restaurantes que ocupan la zona. Si van por Rosario, sepan que en ese lugar ahora está la parrilla Don Ferro. Me suelo quedar de pie, sobre la barranca, mirando la gente que ríe y toma cerveza. Me pregunto si sabe qué ocurrió ahí hace veinticinco años. Obviamente que no, nadie lo sabe. Bueno, en realidad hay quienes sí saben. La brisa en la rivera del Paraná es cálida, pero no puedo evitar sentir, cuando estoy parado allí, un leve escalofrío en la espalda. La sensación de ser observado la conocemos todos.


Damián Mast

________________________________
[1] Vagabundo



La foto de arriba muestra el galpón del lado del río, así que ésta es la cara donde estaba la extraña luz. En la foto de abajo puede verse la Torre del reloj, a la altura de donde hoy se encuentra el Hospital Británico.