sábado, 28 de agosto de 2010

HOMBRES DE NEGRO

Siguiendo con la saga de Damian Mast, hoy publico el ultimo relato que nos hizo llegar.
Con la calidad que ya es habitual, nos cuenta una historia vivida durante su infancia, donde los protagonistas se encuentran de pronto ante una categoría de sucesos que escapan a la comprensión. Esos momentos en que, sin lugar a dudas, el mundo cotidiano en el que evolucionamos se cruza, o es cruzado, por otra versión de lo que llamamos realidad.
Sucesos que escapan a lo racional de todos los días, sobre todo por lo evanescentes e intangibles.
Pero no menos “reales” que un muro que esconde un viejo deposito abandonado, una calle empedrada, una montaña de viejas botellas abandonadas.
Con precisión, dramatismo y poesía, Damian nos conduce por este relato de un hecho vivido en los años 80, en la ciudad de Rosario.
Sin dudas, una inquietante historia, contada con maestría.


SE QUE ESTUVIERON ALLI

No fue hasta que me decidí a escribir esta historia, que tomé conciencia de hasta qué punto lo que ocurrió aquella tarde influyó en mi futuro. Pero ese análisis lo haré en otro lado. Me cuesta creer que hayan pasado tantos años y recién hoy me disponga a contarla. Trataré de ser lo más objetivo posible, aunque el tiempo, ya lo sabemos, hace de las suyas.

Debería hacer la salvedad, nuevamente, de que estos son los hechos como los registró un muchacho de doce años que jugaba al fútbol y a los juegos de su Commodore 64, como cualquier otro muchacho de su edad. Y tenía una agencia de detectives.

De la agencia Julián & Damián, detectives y su destino ya les conté en otra ocasión. La maldita costumbre que tienen los niños de hacer las cosas por vocación, sin buscar el rédito económico, debe haber sido la causa de la disolución —ahora que lo pienso— de tan noble empresa. Aunque eso ocurrió mucho tiempo después de aquella tarde en que, sentados frente al monitor de la computadora, por el rabillo del ojo vi la Luna llena a través de la ventana del balcón. Eran las tres de la tarde.

No recuerdo a qué habríamos estado jugando. Lo que sí recuerdo es que era multijugador, es decir, juega uno y luego le pasa el joystick al otro. Julián estaba totalmente concentrado en el juego. Yo, sorprendido por mi visión de la Luna en plena siesta, buscaba en el pedazo de cielo que me dejaba ver la ventana, algún rastro de esa luz. Obviamente, no había nada. Era imposible ver la Luna a esa hora y a una altura tan baja sobre el horizonte. Además, no había sido la pálida Luna que se suele ver de día, sino un disco muy brillante.

“Hubiese jurado que acabo de ver la Luna”, le dije a Julián que seguía enfrascado en el juego. No me prestó ninguna atención, “y era algo muy brillante, muy raro”. Ver la Luna no parece ser algo que justifique mi sorpresa, aún a esa hora de la tarde, pero, movido por una extraña curiosidad, me vi rápidamente asomado al balcón del tercer piso de calle Wheelwright donde vivíamos con mi familia, frente al río Paraná.

Por aquellos años, antes de la construcción del Parque España, frente a mi departamento estaba el ferrocarril abandonado. Uno cruzaba la calle y se encontraba con un paredón de cuatro metros de alto y muchas cuadras de largo, construido por los ingleses a fines del siglo XIX. Detrás de ese muro, el cual sólo se podía traspasar por un par de entradas separadas unas tres o cuatro cuadras, se encontraban las vías del ferrocarril. Luego de atravesar vagones abandonados que servían de refugio a varios linyeras[1], había un conjunto de galpones. Hoy, esos galpones han sido transformados en restaurantes y bares de cierto lujo, pero aquella tarde en que me encontraba asomado al balcón buscando la Luna, aún eran utilizados como depósito de botellas en medio de las instalaciones abandonadas del ferrocarril. Ladrillo rojo, techo a dos aguas al más puro estilo inglés, sólo tenían en su interior montañas de botellas vacías en cajones. Pasando esos galpones, empezaba la barranca del río Paraná que terminaba, diez metros más abajo, con los muelles de pescadores. A ambos lados del depósito que estaba justo frente a mi balcón (ver foto al final), había dos montañas de botellas. Fueron esas botellas las que, de repente, se iluminaron como si un sol hubiese nacido detrás del depósito.

La luz fue creciendo paulatinamente hasta aparecer por encima del galpón y luego se apagó, de forma tan sutil como había empezado. Me quedé mirando fijamente, para ver si mis ojos no habían sido engañados por algún reflejo extraño, sintiendo el corazón latir bajo mi camisa. “Julián”, llamé con voz neutra, casi profesional —me gusta pensar ahora—, al ver nuevamente cómo se iluminaba todo lo que estaba a los lados del depósito y luego desbordaba luz por encima del techo a dos aguas. Para cuando Julián salió al balcón, la luz se había apagado nuevamente. “Hay algo detrás del galpón”, le dije señalando en dirección al río, “algo que ilumina todo lo que está ahí detrás”. No es que Julián no me creyera, sino que “algo” es un término demasiado amplio para generar curiosidad. La cuestión es que al cabo de unos minutos oteando el horizonte, Julián volvió a entrar en el departamento. No había introducido medio cuerpo, cuando aquel sol volvió a crecer. “¡Ahí!”, grité, “¿lo viste?”. Esta vez, con Julián nuevamente junto a mí en el balcón del tercer piso de calle Wheelwright, lo que sea que estaba detrás del galpón del ferrocarril comenzó a latir.

En menos de cinco minutos ya estaba barriendo la zona con los viejos prismáticos de mi abuelo. Julián me miraba excitado, atento a cualquier detalle que no se pudiese percibir a ojo desnudo. Sostenía en sus manos, lista para disparar, nuestra cámara de fotos: una clásica Kodak pocket de película 110. No debería extrañar al lector la celeridad con la que reunimos el equipo. Al fin y al cabo, éramos detectives.

A excepción del depósito, todas las instalaciones, desde el muro que daba a la calle hasta la barranca, para la fecha en que ocurrieron los hechos que narro, estaban completamente abandonadas. Si bien había unos caminos, empedrados con adoquines de la época de los ingleses, utilizados muy de vez en cuando por los camiones que cargaban y descargaban las botellas, la zona sólo era transitada por pescadores dirigiéndose a los muelles. La frecuencia con la que la luz latía iba en aumento. Fue entonces cuando Julián me tironeó del brazo, en silencio, señalando hacia la derecha. Al bajar los prismáticos, veo que por uno de los caminos se acercaban rápidamente, a juzgar por las nubes de polvo que dejaban atrás, dos autos negros. Un Renault 18 y un Peugeot 504. Recuerdo perfectamente la imagen de esos autos que parecían ir corriendo un rally, dentro del círculo recortado de la óptica. Al llegar frente al depósito, frenaron abruptamente, derrapando y, con los autos aún en movimiento, todas las puertas se abrieron al unísono. Se bajaron como en una coreografía muy ensayada, los ocho pasajeros al mismo tiempo. Cuatro de cada auto, incluidos los choferes, dejando las puertas completamente abiertas. Todos vestían trajes, con saco y corbata de oficinista, totalmente negros.

Me doy cuenta que mi corazón, veinticinco años más viejo, está excitado como el de aquel niño que miraba, alternando entre los prismáticos y su vista directa, como tratando de comprobar si no era el instrumento el que estaba alucinando, a dos grupos de cuatro hombres cada uno, que corrían con coordinación casi militar hacia la parte de atrás del depósito. Afuera el viento arrecia. Parece ser una típica tormenta de verano. Unas ramas golpean mi ventana, la que no puedo evitar vigilar cada tanto, y me devuelven al presente. Muy lejos de aquella luz que latía cada vez con más intensidad y con mayor frecuencia. Los hombres de traje negro de oficinista, que habían abandonado sus autos negros frente al depósito con sus cuatro puertas abiertas de par en par, desaparecieron a la carrera en dirección a la luz.

Y ahí cometimos un error nada digno de dos detectives. Muchas veces se plantea el juego intelectual de viajar con la máquina del tiempo al pasado y encontrarte con tu “yo” más joven. El juego consiste en responder, sin revelarle tu identidad, qué consejo le darías. Por mi parte me arrodillaría para que nuestras miradas queden a la misma altura, lo tomaría de los hombros y le diría: “Estudia lo que se te antoje, ve a donde quieras, no le confieses tu amor a ninguna de las chicas con las que sueñas y soñarás cada noche y cada mañana, si no te animas, pero por lo que más quieras en el mundo, la tarde del 13 de setiembre de 1983, sepárense. Que quede uno de ustedes en el balcón y el otro suba a la terraza solo.”

Recorrer los siete pisos que separaban el departamento de la terraza, corriendo por la escalera para evitar las demoras del ascensor, nos llevó menos de tres minutos. Desde el décimo se puede observar toda la isla que se despliega frente a Rosario, cruzando el Paraná. Nos quedamos un rato masticando la bronca en silencio, mirando hacia abajo, la cámara colgando inútil de la muñeca de Julián, yo sosteniendo los prismáticos a la altura del pecho. A unos doscientos metros bajo nuestros pies, podíamos ver el galpón del ferrocarril custodiado sólo por unas montañas de botellas. Ninguna luz. Ningún auto.

Sin apuro, con la certeza de que no encontraríamos nada, bajamos y cruzamos el paredón que separaba la calle del ferrocarril. Una de las entradas se encontraba a pocos metros de mi casa. Atravesamos las vías escudriñando cada metro cuadrado. Me detuve un rato frente al depósito, mirando los adoquines con el recuerdo de los autos negros derrapando. Julián ya estaba llegando a la parte trasera del depósito, así que me apuré para alcanzarlo y compartir el momento de algún posible descubrimiento. El depósito, del lado que da al río, tenía una galería con techo de chapa. Entre la galería y la barranca quedaban unos veinte metros. Luego de caminar un rato en círculos, pateando piedras y contemplando la escasa maleza que crecía entre los intersticios de las baldosas rotas, decidimos que ahí no había ningún rastro o pista de lo que había sucedido hacía menos de una hora. Volvimos a casa derrotados, impotentes, sintiendo que frente a nuestras narices ocurrían cosas que no éramos capaces de entender, pero teníamos la obligación de investigar. Aunque no sabíamos cómo. La sensación de que ahí terminaba todo y de que nunca sabríamos nada de la extraña luz, nos duró hasta la mañana siguiente al abrir el periódico local.

La Capital, el diario más importante de la ciudad, titulaba en una de sus páginas interiores, dentro de un recuadro pequeño, abajo a la derecha, “OVNI sobre la ciudad de Rosario”, y continuaba el artículo “Ayer por la tarde, varios lectores de este diario se comunicaban con nuestra redacción para informar que estaban viendo una extraña luz moviéndose en el cielo rosarino. Las autoridades del aeropuerto informaron a este medio que no se ha registrado ningún fenómeno anormal”. En la escuela fue el comentario de todos. Varias personas habían sido testigos de la “extraña luz en el cielo”, incluyendo a mi maestra que contaba muy sorprendida: “Se movía de un lado a otro a una velocidad increíble. Cuando una la miraba, parecía como si se escondiera detrás de los edificios. Era como si tuviese inteligencia”. Con Julián nos mirábamos sin decir palabra, asintiendo con la cabeza y sonriendo.

Recuerdo que lo que más llamó mi atención en aquel momento, fueron los comentarios acerca del comportamiento inteligente de la luz. Era lo único que no cerraba en los hechos. ¿Cómo puede una nave ser conciente de que una mujer, de entre más de un millón de habitantes, tendiendo la ropa en su patio, cada tanto la detecta en el cielo y esconderse como un hada jugando en el bosque?

Esa pregunta me persiguió por muchos años hasta que me topé en Internet con un sujeto que hablaba de dos hipótesis diferentes. Mi problema era que hasta ese momento yo sólo había conocido la del pelotón de tuercas y tornillos.

Supe de la existencia de los “Hombres de Negro” muchos años después.

Quiénes son estos personajes, aún no lo sé. Me cuesta creer que de ser extraterrestres o no pertenecer a esta dimensión, necesiten movilizarse en un Renault 18. Lo cierto es que algo buscaban frente a mi casa aquella tarde.

He vuelto un par de veces, pasados muchos años, a caminar junto al río entre los bares y restaurantes que ocupan la zona. Si van por Rosario, sepan que en ese lugar ahora está la parrilla Don Ferro. Me suelo quedar de pie, sobre la barranca, mirando la gente que ríe y toma cerveza. Me pregunto si sabe qué ocurrió ahí hace veinticinco años. Obviamente que no, nadie lo sabe. Bueno, en realidad hay quienes sí saben. La brisa en la rivera del Paraná es cálida, pero no puedo evitar sentir, cuando estoy parado allí, un leve escalofrío en la espalda. La sensación de ser observado la conocemos todos.


Damián Mast

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[1] Vagabundo



La foto de arriba muestra el galpón del lado del río, así que ésta es la cara donde estaba la extraña luz. En la foto de abajo puede verse la Torre del reloj, a la altura de donde hoy se encuentra el Hospital Británico.

martes, 24 de agosto de 2010

OTRO RELATO APASIONANTE

En mayo pasado, publiqué por primera vez en este blog un texto de Damian Mast.
A modo de presentación, incluí este encabezamiento:
“Cuando leí este relato, quedé impresionado.
Por dos cosas. Primero, el extraordinario suceso que aquí nos es contado por quien lo vivió en forma directa.
Y segundo, y tan importante como lo anterior, sino más, por la forma en que esta historia nos es contada.
Damian Mast, el autor de este apasionante texto, no es escritor, si no científico.
Nació en Rosario, Argentina, en 1973. A los veintitrés se fue a estudiar a Córdoba, donde pasó doce años. De allí saltó a Palma de Mallorca a vivir dos años que difícilmente borrará de su memoria. Actualmente vive en Granada y trabaja como Astrónomo en el Observatorio de Calar Alto.”
Hoy Damian nos hace llegar otro relato, donde todas las calidades ya mencionadas del anterior se multiplican. Sus historias están inundadas por la emoción de lo vivido, llenas de preguntas que quizás nunca tengan respuesta, plenas de ternura por los personajes que las habitan.
Sin lugar a dudas, un hermoso momento el que nos depara su lectura.



Si juegan la copa

Parte I

Apostaría a que la gran mayoría de nosotros, en algún momento de sus vidas, intentó practicar con mayor o menor éxito, espiritismo. Si de niños veníamos cultivando un placer por lo misterioso, por lo desconocido, por tratar de explicar lo que otros no podían, el espiritismo, en sus infinitas formas, se convertía en una herramienta al alcance de todos. Puedo pensar en una sola traba. El miedo. Infundado o no, el miedo provocado por nuestras fantasías, por las de otros, por advertencias de gente con o sin experiencia, por historias y leyendas, era la única barrera entre nosotros y aquello que operaba en las sombras.
Y así es como se suele llegar al juego de la copa. Una mezcla de curiosidad y placer lúdico. O así es como llega la mayoría de la gente.
En mi caso, la tabla ouija fue un último recurso, desesperado, para tratar de suplir una incapacidad laboral. Porque es muy duro para un niño de doce años ver cómo se derrumba su empresa. En el verano de 1985, la agencia de investigaciones privadas “Julián & Damián Detectives” pasaba por uno de los peores momentos desde su apertura.
Las razones eran obvias. El desfile de clientes por aquella oficina situada en la baulera de un antiguo edificio de tres pisos, en la esquina de Sarmiento y San Lorenzo de la ciudad de Rosario, era nulo. La ubicación, frente al bar “El Cairo”, era inmejorable, no lo discuto, aunque reconozco que debe ser difícil para una persona confiar su caso a dos detectives que no se afeitan, no beben whisky, y aún tienen la obligación de reportarse a sus madres si se hacen más de las nueve de la noche. Aunque, ahora que lo pienso, podríamos haber utilizado esos puntos a nuestro favor: “¿Llega siempre tarde su detective a las citas matinales?¿Está cansado de que se alcoholice? ¿Desaparece su detective por largos períodos mientras resuelve un caso? No busque más...”.
El negocio de las investigaciones privadas, como pronto descubrimos, es un rubro muy duro. Paradójicamente, la mayoría de nuestros clientes se declaraban insolventes antes de contratarnos. Pero esto no era impedimento para que les brindáramos nuestra ayuda profesional. Supongo que arreglaríamos nuestros honorarios de alguna forma no convencional, no lo recuerdo, o quizá haya sido lo que hoy se denomina estrategia de marketing.
Recuerdo que veníamos de resolver un caso rutinario. Un amigo que regresa de sus vacaciones perdidamente enamorado de una tal María Mar. La relación había sido tan frugal como los datos que teníamos de ella, pero utilizando el método de convergencia iterativa –es decir, tocar todos los timbres del barrio, preguntar por María Mar, e ir marcando en un mapa–, logramos dar con su paradero. Desconozco qué ocurrió después entre nuestro amigo y María Mar, quien seguramente nunca sospechó que volvería a encontrarse con su amor de verano –si acaso para ella fue tal cosa–, pero eso estaba fuera de nuestras incumbencias profesionales.
Sentado en la única silla de nuestra pequeña oficina, subrayaba con birome la palabra RESUELTO al pie de una cartulina amarilla. El presupuesto –la estrategia de marketing– no daba para sellos. Estábamos archivando el caso “María Mar”. Julián sintonizaba nuestra radio de bolsillo sobre uno de los dos estantes de la biblioteca, tratando de encontrar vaya uno a saber qué programa, cuando la voz del locutor dijo “Sarmiento y San Lorenzo”. Esa era nuestra esquina. A menos de cincuenta metros de la oficina de la agencia de detectives, el diputado nacional Armas había sido asesinado con un disparo a bocajarro al intentar subir a su coche. Casi como una burla, la policía había catalogado el hecho como asesinato en intento de robo. Según explicaba el periodista, Armas se habría resistido al asalto provocando el disparo del malhechor. Ante el estruendo, el asesino se habría marchado rápidamente extrayendo todo el dinero que poseía Armas en su cartera, pero dejándole su Rolex de oro. La inconsistencia, que se nos presentaba como una provocación, estaba en que, para llegar a su coche, Armas debía subir hasta la tercera planta de un edificio de cocheras con seguridad las veinticuatro horas. ¿Qué ladrón se ocultaría en las sombras, con una vía de escape tan complicada? ¿Acaso Armas llevaba otra cosa que le fue sustraída? ¿Por qué entonces sacarle el dinero de su cartera? ¿Se habrá resistido luego de entregarle el dinero a su asesino? ¿Tan rápido huyó el sicario que no tuvo tiempo de robarle el Rolex de oro –cuyo valor seguramente quintuplicaba lo que Armas traía en billetes–? Eran decenas de preguntas que nos saltaban en la cabeza a medida que la voz del periodista, telegráficamente, comentaba la noticia. Pero la más importante, la que para nosotros encerraba todas las respuestas, era saber qué tan fácil podía ser llegar hasta el tercer piso de la cochera y esconderse allí hasta la llegada del diputado. Eso demostraría si la víctima había sido elegida al azar o no. La respuesta estaba a cincuenta metros de nuestra pequeña oficina.

En el caso “Armas”, como rezaba el título que acababa de subrayar también con birome en una nueva cartulina amarilla, entramos de oficio. Pero a diferencia del amor veraniego, nunca logramos resolver este caso. Como una cachetada recibimos una y otra vez, con impotencia, la negativa del portero a permitirnos la entrada. ¿Con qué excusa dos chicos de doce años entran a una cochera? Lo intentamos todo. “Mi papá me mandó a que busque algo en el baúl” era rápidamente contrarrestado con “Que venga tu papá”. Para volver a atacar con “mi papá se olvidó los documentos en la guantera” había que esperar la rotación del personal, es decir, toda una semana. Y la respuesta era siempre la misma. Incluso habíamos conseguido una llave inservible de algún coche y entrábamos a paso rápido haciendo el gesto de abrir una puerta. Todo era inútil. Nuestra impotencia crecía cuando desde afuera veíamos entrar a los adultos con tan sólo un esbozo de saludo con la mano.
El caso “Armas” fue el punto de inflexión. Nos dimos cuenta de que nuestra edad era una traba, y de que la agencia corría peligro de extinguirse si no hacíamos algo al respecto. Para competir en el duro mundo de las investigaciones privadas, estábamos obligados a encontrar una línea de trabajo, un área de especialización, donde no ser adulto, lejos de un inconveniente, se convirtiera en nuestro fuerte. Fue así que decidimos dedicarnos a las actividades paranormales.
Nuestro razonamiento fue el siguiente:
Un adulto siente ruidos en su desván. Durante la noche escucha el crujir de los viejos tablones sobre su cabeza, y sabe que allí arriba no hay nadie. Se le cruza la loca idea de que tiene un fantasma en su casa. ¿Qué hace? ¿Llama a un exorcista? ¿Llama a un parapsicólogo profesional y se arriesga a la burla de familiares y amigos, quienes de allí en más lo van a recibir con “¡¿Cómo andás Juan?! ¿Cómo anda la familia?¿Los chicos?¿El fantasma?”. Éramos la opción perfecta. Nosotros trabajaríamos en su desván y, en caso de que alguien le preguntara:
—Ah, estos pibes..., son mis vecinos, viste como son los chicos, con sus historias y fantasías. Ahora creen que tengo un fantasma —haría el símbolo de comillas con los dedos— ahí arriba. Y yo los dejo, qué mal les puede hacer.
—Ninguno, Juan, les ayuda a desarrollar la imaginación.
—Eso, eso. La imaginación. Los adultos tenemos que incentivar todo lo que tenga que ver con... la imaginación y eso... vos me entendés.

Ya habíamos decidido que cobraríamos en función del peligro y el esfuerzo. Luego viáticos y gastos extra. Y de algo estábamos totalmente convencidos. No se podía ser un improvisado. Así que debíamos comenzar nuestra formación.
En mi biblioteca privada estaban casi todos los clásicos infantiles que se podían conseguir en el mercado sobre OVNIS, fantasmas y monstruos. Pero ahora nos habíamos convertido en profesionales, así que teníamos que dar un paso hacia algo más serio. Idas y vueltas en bicicleta hasta la Biblioteca Argentina de calle Presidente Roca, con el canasto lleno de Madame Blavatsky y su Doctrina Secreta, o el Libro de los Espíritus de Allan Kardec. Aunque lo más importante, no cabía la menor duda, sería la formación práctica.
Por aquellos años, una editorial —no recuerdo su nombre— lanzó una colección de libros sobre lo oculto. Convencimos sin dificultad a un tercer socio y salimos hacia el kiosco de diarios a comprarnos el primer tomo, sobre espiritismo, que traía un extraño souvenir. Una tabla Ouija. Recuerdo lo emocionados que caminábamos los tres hacia mi casa con nuestra tabla bajo el brazo, sin poder esperar un segundo más para probarla, como a quien le acaban de regalar su primer autito a control remoto.
La tabla era de cartón, de un metro por cincuenta centímetros, con una decoración entre gótica y kitsch. Un asco, ahora que lo pienso, pero, al fin y al cabo, era una herramienta de laburo y no un adorno. Una ronda de letras de la A a la Z, un SI, un NO, y la palabra ADIOS debajo de la fila de números del 0 al 9. Supongo que todas las tablas son así, pero la describo por si todavía existe alguien que nunca se ha topado con una.
En el libro venían las instrucciones básicas, como si se tratara del juego del Estanciero .
Lo primero era relajarse y respirar profundo durante unos minutos, buscando la armonía de los presentes —que no debían ser menos de dos ni más de seis—, sentados alrededor de la mesa donde estaba la tabla ouija en el centro. Sobre la tabla, boca abajo, una copa de cristal. Una vez lograda la relajación del grupo —o todo lo relajado que puede estar un grupo de muchachos a punto de charlar por primera vez con un muerto—, los participantes extendían un dedo y lo depositaban suavemente sobre la base de la copa. Supongo que, ante la obvia incomodidad de hacerlo con el pulgar, la elección del dedo es indistinta.
Aquí venía un apartado interesante, que planteó el primer debate del grupo. El paso siguiente decía “Elegir un médium”. Las características que debía cumplir el candidato incluían ser tranquilo, sereno, pacífico, suave, armonioso, lo más parecido a un gato persa que uno podía encontrar en la sala. También aclaraba que una mujer es un médium ideal. Evidentemente, el espectro de mujeres que el autor del manual había conocido en su vida, eran lo más parecidas a un gato persa, ya que puedo pensar en varias que espantarían al mismísimo Belcebú.
Decidimos ir rotando para ver cuál de los tres era el de capacidades mediúmnicas más desarrolladas. No teníamos ni idea de lo que eso significaba, pero para cualquier persona —no importa la edad—, saberse con cualquier capacidad desarrollada es razón de orgullo.
Cada vez que releo el último párrafo, y pienso que es cierto, el ser humano me resulta más imbécil.
Yo sería el primero en entablar contacto con el más allá. El libro explicaba que el resto de los presentes no debían hacer ningún ruido durante la sesión espiritista, y que el único autorizado a hablar era el médium. Previamente tendríamos que hacer una lista con las preguntas, a modo de guía, y, en caso de que alguno de los presentes deseara formular alguna no contemplada en la lista, podría pedir el papel y el lápiz y escribirla.
Producto de la ansiedad, la lista sólo incluía “Nombre” y “cómo murió”. Y de la última no estoy muy seguro. Decidimos pasar a la acción, así que, una tarde de otoño, sentado con mi mis amigos en torno a una tabla de cartón sobre la que sosteníamos por su base con nuestros dedos índices, una copa de cristal secretamente robada del aparador de mis viejos, dije por primera vez en mi vida “Si hay un espíritu aquí, que se quiera comunicar con nosotros, que la copa se mueva hacia el SÍ”.
Fueron quince segundos donde tres pares de ojos no se despegaban de la copa. Podía sentir el corazón bombeando en mis orejas. Con la respiración contenida, mi mirada iba una y otra vez desde la base de la copa hasta la palabra SI. La distancia entre estos dos puntos —no más de diez centímetros— se me antojaba infinita.
No recuerdo quién fue el primero en largar el aire y comenzar a respirar con normalidad. Supongo que aquel que tomó conciencia de lo ridículo de la situación. Porque hay estupideces que uno puede hacer en privado. ¿Quién no ha mirado un vaso sobre una mesa, convencido de que, si se concentra mucho y en la forma correcta, el vaso se moverá? ¿Quién no ha pensado en que si uno se arroja contra un muro, convencido de que lo atravesará, la probabilidad de que este efecto túnel macroscópico ocurra es directamente proporcional a nuestra fe en el éxito?
Pero son todas cosas que uno hace en la intimidad. A nadie se le ocurriría invitar a unos amigos a casa, y comenzar a lanzarse como lemmings esquizofrénicos contra la pared, esperando que alguno desaparezca de repente.
Es a este miedo profundo al ridículo, a este temor por experimentar lo imposible, que nuestra sociedad llama sentido común. Es lo único que diferencia un hombre de éxito de un verdadero genio.
Los tres retiramos nuestros dedos de la base de la copa al mismo tiempo y comenzamos a reírnos a carcajadas.
Los fracasos se sucedieron durante meses. Llegamos a pasar dos horas en silencio, concentrados en la copa, alternando de dedos y de manos para evitar el cansancio, con los codos sobre la mesa. Probamos de mañana, de tarde y de noche, rotamos de médium, intentamos con velas y en distintas habitaciones de cada una de nuestras casas. La copa nunca salía del círculo central.
No puedo entender cómo no desistimos. Aunque, pensándolo bien, me atrevería a afirmar que la única razón de nuestro éxito se debió a que en ningún momento se cruzó por nuestras cabezas que la ouija es una mentira, que la copa no se mueve —porque las cosas no se mueven solas—. Algo estábamos haciendo mal. Algo faltaba. Supongo que le debemos a esa convicción ciega de tres jóvenes inexpertos en las artes espiritistas, el que una mañana cálida de sol, bajo un árbol frondoso junto al muro del cementerio de la ciudad de Funes —a pocos kilómetros de Rosario—, la copa rompiera su inercia de meses y se desplazara bailoteando muy suavemente, con pequeños movimientos casi imperceptibles, hasta la palabra SI.
Aquel día éramos unos seis chicos y chicas, todos de la misma edad, y el perro de uno de ellos, un callejero juguetón de orejas grandes y puntiagudas como un murciélago. Los fines de semana en esos pueblos, suelen ser muy aburridos para un grupo de chicos de ciudad, y nadie dudó ante la extraña propuesta de hacer espiritismo. “¿Cómo se hace?”, preguntó alguien. “Tranquilos, nosotros somos expertos. Además siempre llevamos nuestra tabla ouija encima”. En cierta forma era cierto, puesto que ya no sabíamos qué más probar con la tabla, dónde llevarla, a quién invitar para testear sus capacidades mediúmnicas. Además, por sobre todas las cosas, era la primera vez desde nuestro infructuoso debut en el mundo de las comunicaciones con los muertos, que se encontraban mujeres entre los presentes. No recuerdo si alguna de ellas era tranquila, serena, pacífica, suave y armoniosa —para los ojos de un chico de doce años casi todas lo son—, pero los tres dueños de la tabla nos miramos sabiendo que nos estábamos jugando mucho más que el honor. Mientras sacábamos la tabla envuelta en una toalla, ante la mirada embelezada de los otros chicos que no podían creer estar ante un artilugio mágico que hasta ese día sólo había poblado películas e historias de fogón, sabíamos que nuestra reputación como detectives privados pendía de un hilo muy delgado. ¿Tenía sentido arriesgar años de preparación, toda una vida dedicada a la búsqueda de la verdad y la justicia, echar por la borda nuestros proyectos, nuestros sueños, la agencia que con tanto esfuerzo habíamos logrado construir y consolidar, por tan sólo la admiración de los ojos claros de una niña? La respuesta, para cualquier ser humano alimentado a base de Julio Verne, Mark Twain y Stevenson, era, es y seguirá siendo afirmativa.

Parte II

La elección de lugar fue natural. Alguien sugirió el cementerio y nadie puso en duda que sería el sitio ideal. De entrada la idea no me convenció del todo, supongo que por miedo, pero ya era tarde para echarse atrás. Y partimos en caravana, con la tabla bajo el brazo, el perro con orejas de murciélago detrás, hacia el otro extremo de la ciudad, donde las casas ya son inexistentes, los caminos totalmente de tierra, y, en medio de un paraje verde lleno de árboles, casi en medio del campo, un muro de dos metros de alto rodeaba el cementerio de Funes.
“Por respeto a los muertos, yo diría que lo mejor es ubicarnos bajo un árbol fuera del cementerio, junto al muro”, dije apenas llegamos, y pude ver como nacía el alivio en todos mis compañeros. De todas formas, entramos y recorrimos las tumbas, la mayoría de ellas cavadas en la tierra —como corresponde a un viejo cementerio de pueblo—, aunque eran notables las obras construyendo los nichos en las paredes, esperando a los inquilinos más modernos.
Cualquiera que haya caminado por un cementerio durante el día, habrá notado la paz que se respira a cada paso por sus calles internas. Es un lugar de descanso, no cabe duda. El sereno nos miraba con desconfianza desde la sombra de su garita, aunque no se lo veía con intenciones de interrumpir nuestro paseo. No estábamos haciendo nada malo y caminábamos en silencio zigzagueando por las tumbas. De nuevo fuera del cementerio, nos dejamos caer bajo la sombra de un árbol, riéndonos de la locura de nuestro paseo. Hicimos una ronda, colocamos la tabla en medio, mi amigo sacó un pequeña copa de cristal del bolsillo, y las sonrisas se borraron automáticamente de los rostros de aquellos seis chicos que habían elegido, a modo de diversión de fin de semana, conversar con espíritus.
—Yo voy a ser el médium —dije sin meditarlo mucho, pero teniendo especial cuidado en mirar a los ojos a los presentes, a unos claros en particular.
Luego dimos una breve reseña de las instrucciones básicas, explicamos en qué consistía el proceso, y procedimos a tomarnos de la mano en ronda para comenzar con las respiraciones tendientes a favorecer la relajación y armonía del grupo, buscando sintonizarnos con la otra dimensión. Casi recuerdo que esas fueron las palabras exactas con las que transmití la técnica y su propósito a mis compañeros, pero me es imposible recordar de qué libro o manual espiritista lo habré sacado.
Al cabo de pocos minutos, bajo la sombra del árbol frondoso, sólo se escuchaba nuestra respiración acompasada, y, algo más lejos, confundiéndose con las chicharras, algún ladrido perdido del perro que jugueteaba entre la maleza. Aún recuerdo la extraña calidez de aquella situación, la paz en la que nos encontrábamos, la temperatura ideal debajo del árbol gracias a la brisa que rodeaba su tronco, y el momento en que dije nuevamente “Si hay un espíritu aquí que se quiera comunicar con nosotros, que la copa se mueva hacia el SI”.
Abriendo apenas e ilegalmente un ojo—ya que le había pedido a todos que los cerraran, para lograr así la máxima concentración—, me quedé un rato contemplando la ronda. Los seis brazos extendidos con firmeza, finalizando en los dedos índices sobre la base de una copa demasiado pequeña, me transmitió una mezcla de responsabilidad, miedo al fracaso y orgullo, que me hizo sentir que no tenía opción. Si existía alguna posibilidad de que un alma caritativa —o todo lo contrario, pensaría mucho después— tuviese intensiones de entablar contacto con nosotros, y, quizá lo más importante, era a través de aquel trozo de cartón con la copa de cristal encima que podía hacerlo, ese era el momento oportuno.
—Si hay en este lugar —repetí con firmeza luego de aclararme la voz— un espíritu que desee comunicarse con nosotros, que mueva la copa hacia el SI —y agregué, recordando de repente algún inciso de uno de los tantos libros que habían pasado por mis manos—, por favor.
Estábamos acostumbrados a pasar casi una hora en esa posición, esperando algo que nunca ocurría. Pero por razones obvias, aquel día cada minuto iba lapidando nuestro futuro. Las chicharras eran como un reloj de arena que indicaba que el tiempo se acababa, que a nuestro honor se lo llevaba poco a poco la brisa. El único que parecía no estar preocupado ni interesado por lo que ocurría bajo el árbol, era el perro con orejas de murciélago que había encontrado alguna presa más interesante tras un arbusto. O al menos eso pensé.
Como atraído por una salchicha, vino corriendo hacia nosotros y se metió de repente entre las piernas de su dueño, que aún mantenía el dedo índice extendido sobre la copa. El perro miró fijamente el centro de la tabla y apenas irguió sus orejas apuntando hacia el cielo, aquella campanita de cristal, como un golem despertando de su eterno y lógico sueño, se desplazó hasta el SI y se detuvo en seco.
Pude escuchar cómo todos se acomodaban en sus lugares, cómo las risitas nerviosas invadían la ronda, cómo se alteraban las respiraciones, pero tratando de que no se notara que mi corazón quería salírseme por la garganta, dije con voz de quien hace eso todos los días:
—¿Nos podría decir su nombre, por favor?
Esta vez la copa comenzó a moverse de inmediato, aunque con la misma lentitud que antes. Atravesó toda la tabla hasta detenerse junto a la letra F, al cabo de un par de segundos retomó el movimiento y fue hasta la letra R, y finalmente quedó inmóvil tocando la U.
—¿Es ese su nombre? —pregunté, aunque la respuesta era obvia.
La copa se desplazó hacia el NO.
—¿Son sus iniciales?
Ahora recorrió todo el camino hasta el SI.
—¿Nos quiere decir su nombre completo, por favor?
Nuevamente hasta el NO.
¿Por qué motivo un espíritu no querría decirnos su nombre? ¿Qué clase de comunicación era esta? No recordaba haber leído este tipo de cosas en ninguno de los manuales, así que sólo pude pensar en un motivo. ¿Por qué alguien se iba a querer comunicar con nosotros, pero al mismo tiempo no deseaba que se sepa exactamente quién era? La respuesta era bastante obvia:
—¿Conoce a alguno de los presentes?
No me sorprendí en absoluto cuando la copa se movió lentamente y a pequeños saltos hasta el SI.
Todos levantamos la vista de la copa y comenzamos a mirarnos los unos a los otros. Menos una de las chicas que sin decir nada, retiró su dedo de la base de la copa, se levantó y se fue. Más tarde nos confesaría que hacía pocos meses había muerto un buen amigo de ella. Su nombre, Fernando Ramón Uriarte.
Nuestra primera sesión espiritista exitosa continuó por unos diez o quince minutos más, donde le hice al espíritu una serie de preguntas sobre cómo murió, dónde, de qué ciudad era, pero sólo lográbamos respuestas coherentes cuando implicaban SI o NO. De lo contrario la copa bailaba desde una letra a otra, sin armar ninguna palabra castellana real. Si mi pregunta era en qué país había nacido, la copa se perdía en una mezcla de consonantes sin sentido, hasta que le preguntaba “¿naciste en Argentina?”, y la copa, casi con alivio, iba y se frenaba junto al SI. “Como si el espíritu fuese analfabeto”, pensé.
En un momento dado, la copa dejó de moverse y, pese a que continuaba haciendo preguntas, la línea parecía estar totalmente muerta —si acaso cabe la metáfora—.
Satisfechos, contentos ante el deber cumplido, con el pecho hinchado de orgullo sabiendo que tanto esfuerzo durante tanto tiempo finalmente había dado sus frutos, volvimos en fila a casa, caminando con la tabla ouija bajo el brazo, y el perro con orejas de murciélago siguiéndonos detrás, aunque esta vez mucho más pegado a su dueño.
Miré una última vez sobre mi hombro hacia el cementerio y el árbol frondoso junto al muro. Estaba feliz. Pero mi felicidad no pasaba por haber comprobado finalmente que la tabla ouija funcionaba —eso nunca lo dudé—, ni mi mente estaba aturdida ante la prueba fehaciente de que existía otro mundo, de que el más allá era una realidad palpable, de que la vida no termina con la muerte sino que continua en otro estado, otra dimensión, que esto que llamamos vida es sólo una etapa de algo superior, como una de las fases del agua, y que el ciclo nunca termina. No. Todas esas cosas son intelectualizaciones que vendrían mucho después. Aquel día caminaba silbando, tratando de dilucidar lo que habría detrás de unos ojitos claros que no dejaban de mirarme.

La fiebre de la ouija se desató. Luego de nuestro monosilábico diálogo con FRU, vinieron muchos otros. No estábamos muy seguros de las razones —¿algo había detonado nuestras capacidades mediúmnicas?—, pero ya nunca fallaba. No importaba el lugar o la hora del día, la copa siempre se movía y comenzaba a hacerlo al cabo de pocos minutos de formulada la primera pregunta “Si hay un espíritu aquí...”. La complejidad de las respuestas también empezó a aumentar. Ya el espíritu era capaz de elaborar palabras completas y frases cortas. O, lo más probable, los que habíamos logrado esa capacidad, los que habían evolucionado en las artes necrománticas día a día, éramos nosotros.
La tabla ouija se convirtió en la diversión preferida de todas las reuniones. Una vez se nos ocurrió hacer en una casa donde no había copas de cristal, así que experimentamos con una de vidrio. El resultado fue el mismo. El material del que estuviese hecho la copa, que desde hacía varios meses ya se movía a velocidades, no vertiginosas, pero considerables, no influía en absoluto. Llegamos a hacer ouija con la tapa de un frasco de mayonesa.
“¡Hagamos espiritismo!”, decía alguien en una fiesta, “Los chicos saben”. En cualquier casa estaba el juego del Bucanero , así que era muy fácil armar una ronda de letras sobre una mesa y usar un vaso. Las sesiones solían durar horas. Letras escritas sobre una hoja de papel, sobre algunas servilletas en la mesa de un bar, todo valía y todo funcionaba.
No pasó mucho tiempo para que nos demos cuenta de que habíamos olvidado por completo la verdadera razón de nuestra incursión en el espiritismo. La agencia de detectives estaba paralizada desde hacía meses, y nosotros nos la pasábamos divirtiéndonos con una tablita, siendo la atracción principal de las fiestas y reuniones.
¿Por qué se movía la copa? ¿Eran realmente espíritus de seres humanos muertos los que la desplazaban por la tabla, tratando de transmitirnos algún mensaje?
La noche que charlando con Julián sobre esto, utilizamos por primera vez la palabra supuestos, tomamos conciencia de que habíamos quebrantado la esencia misma que hace a todo detective. Habíamos creído ciegamente lo que otros afirmaban, sin ponerlo en duda, sin estudiar sus razones. Qué decepción se estarían llevando Dupin, Holmes, Marlowe.
El segundo mandamiento del Decálogo de Ronald Knox para las novelas policiales, indica que queda expresamente prohibido que entidades sobrenaturales sean utilizadas como técnica por el detective. Ese pecado ya lo habíamos cometido al decidir el nuevo rumbo de nuestra agencia, pero no nos podíamos permitir saltar lo que había hecho grandes a los detectives más famosos de la historia. El método hipotético-deductivo. Así que decidimos volver a la senda del buen investigador.
Al otro día, sobre la pared de la oficina de la agencia Julián & Damián detectives, sobre una cartulina amarilla mal cortada, podía leerse:

Hipótesis A: De alguna forma que no entendemos, las personas que colocan su dedo sobre la base de la copa, la dirigen inconscientemente hacia las respectivas letras, para formar la palabra que están pensando. Esto implica que son los participantes de la sesión, quienes realmente la mueven.

Esta hipótesis, que bautizamos como la hipótesis telekinética, distaba mucho de una formulación científica (ninguna hipótesis científica que se precie, comenzaría con la frase De alguna forma que no entendemos), pero era un buen punto de arranque.
El problema se reducía a la hipótesis espiritista y la telekinética. Rápidamente nos dimos cuenta de que no estaba dentro de nuestras capacidades intelectuales, el resolver los mecanismos de cada una, así que decidimos limitarnos a experimentar tratando de eliminar una de ellas.
Quizá sea buen momento, para evitar expectativas innecesarias, comentarles que nunca llegó a existir una cartulina con Hipótesis B. Pero no nos adelantemos.
El primer experimento consistió en colocar un papel con una palabra escrita por una persona ajena a la sesión espiritista (simplemente no en la ronda) sobre la mesa, tapándola con una caja. De esta forma, al contactar al espíritu, supuesto espíritu, perdón, se le preguntaba qué decía el papel que yacía bajo la caja. La respuesta, obviamente, era desconocida por quienes mantenían sus dedos sobre la base de la copa. Previo a la formulación de la pregunta-experimento, se había entablado un diálogo con el ente, de quien ya sabíamos nombre, edad, país de procedencia y razones de su muerte.
—¿Nos podrías decir, por favor, qué palabra está escrita sobre el papel que está debajo de esta caja?
La copa, que hasta hacía pocos segundos había bailado sutilmente sobre la tabla, yendo de una letra a otra, hilvanando frases completas que nos hablaban casi siempre de trágicos destinos, se quedaba congelada de repente.
Podíamos repetir una y otra vez la misma pregunta, pero la copa no se movía. La única manera de devolverle la vida era haciendo otra pregunta.
—¿Te gustaba el chocolate cuando estabas con vida?
Inmediatamente la copa se iba al SI, casi dejando nuestros dedos colgados en el camino.
Julián llegó a proponer que se trataba de una reacción natural ante la falta de respeto que estábamos perpetrando.
—Imaginate —me decía— que vos estás hablando con un tipo. Le preguntas por su vida, por sus hijos, a qué se dedica, dónde vive. El tipo te cuenta todo, agradecido por la cortesía de que alguien se interese por sus cosas. Y de repente lo cortás y le preguntás: “A ver, rápido, cuánto es la raíz cuadrada de 50”.
Tenía que confesar que, si bien me costaba creer que todos los espíritus fuesen tan susceptibles, Julián podía tener razón. Además, no era una compleja operación matemática la que le estábamos pidiendo, sino leer una palabra, pero no era del todo descabellado.
Para complicar las cosas, si se le pedía a quien había escrito la palabra en el papel debajo de la caja, que pusiese el dedo sobre la copa, en el mismo instante en que lo hacía, como tocada por la vara que inflinge vida a las cosas, la copa empezaba su danza sobre la mesa indicando cada una de las letras que conformaban la palabra secreta.
—Esto prueba que quien mueve la copa es el ser humano —dije sin estar convencido—. Todavía no me explico cómo, pero lo que se escribe en la tabla ouija sólo sale de nuestras cabezas.
—O el espíritu en cuestión sólo puede mover la copa a través de nuestro cuerpo, y sólo puede ver a través de nuestros ojos. Lo que implica —continuó Julián con tono teatral— que nos lee el pensamiento.
La hipótesis telekinética era rápidamente contrarrestada por la hipótesis espiritista en igual proporción. No encontrábamos la forma de inclinar la balanza hacia una de las dos.
—¿Cómo se llama la perra de Juan? —preguntábamos al ente, mientras Juan esperaba en otra habitación y ninguno de la ronda sabía la respuesta.
Silencio e inmovilidad (sinónimos en este caso).
Al cabo de unos minutos sin respuesta, llamábamos a Juan que susurraba al oído de alguno de nosotros el nombre de su perra, e inmediatamente la copa iba de la S a la A, luego a la B, la I, la N, la A nuevamente y se volvía al centro de la tabla a descansar como un perro que acaba de traer la pelota y espera su recompensa.
Si el ente decía ser de algún país exótico, del que ninguno de los presentes conocía el nombre de la ciudad capital, casualmente el supuesto espíritu, aún habiendo vivido toda su vida allí, tampoco lo conocía.
Apenas la agencia de detectives consiguió hacerse con una cámara, le llegó el turno a las fotografías.
Como si el ente, además de susceptible, fuese tímido, apuntarle a la tabla ouija con la cámara era motivo suficiente para que la copa se quedara clavada en el lugar. Generalmente no volvía a moverse en toda la noche, pese a las insistencias. Hicimos la prueba de que el fotógrafo estuviese en otra habitación, y, de repente, apareciera por la puerta sacando fotos en medio de una sesión. La copa se paralizaba al instante, alguna veces, en medio de una frase. Me costaba encasillar esto en nuestra hipótesis A.
Mentiría si dijese que nunca teníamos miedo. Sin embargo, la experiencia nos había demostrado que el éxito de la sesión era inversamente proporcional al miedo de los participantes. Algunas veces, la copa no comenzaba a moverse hasta que en el ambiente no se respiraba tranquilidad, distensión. Cualquier muestra de excitación, como pasa con los perros, era motivo de fracaso. Por este motivo, tratábamos de crear un clima agradable, nada tétrico, ni muy, ni poco iluminado, nada de velas ni símbolos extraños. Siempre pensé que esa había sido la razón de nuestro primer contacto en Funes.
Como ocurre con un marino que hace rato zarpó en un viaje formidable, de señalar los peligros de la expedición siempre se encargan otros.
—¿Y no les da miedo que algo salga mal? —nos preguntó una vez, entre trozos de pizza y coca-cola, un amigo de mi hermano Gastón.
Mi hermano y sus amigos nos llevaban dos años de diferencia. En general, puede no ser mucho, aunque a esa edad, uno suele prestar más atención a lo que dice un amigo mayor, que a lo que te trata de transmitir un adulto.
—¿Y qué podría salir mal? —contesté confiado, más interesado en un análisis sociológico de qué pensaba la gente que podía salir mal en una sesión espiritista, que realmente preocupado por la respuesta.
Habíamos leído infinidad de leyendas urbanas sobre la ouija. Desde que si la copa se rompe, el espíritu nunca deja la casa, hasta fantásticas historias de suicidios y locura. Pero nunca dimos crédito a esas historias. Las considerábamos superchería de adolescentes principiantes.
—¿Capitán Howdy? —dijo eligiendo un enorme trozo de pizza y llevándoselo a la boca casi de un bocado, como dejando claro que ya no quedaba nada más que agregar.
Para mi cumpleaños número trece había encargado un regalo tripartito. A mis padres les había pedido el libro La Profecía, de David Seltzer. Necesitaba conocer quién era el personaje de Damien con quien era monótonamente comparado por cada persona que me conocía. Algunos hasta me buscaban el 666 en la nuca. A mis tías les encargué los otros dos libros de la trilogía. Creo que ahí nació mi pasión por el género terror, tanto en el cine como la literatura.
No había terminado de leer el tercero de mis regalos, cuando quedé fascinado por la película El Exorcista de William Friedkin. Ya saben, la que Linda Blair vomita puré de garbanzos sobre el padre Karras. Damien Karras. Por aquellos años todavía creía en las coincidencias, así que, la mañana siguiente, salí corriendo hasta la librería de usados a buscar la novela homónima de William Peter Blatty.
No la encontré. En su lugar, al recorrer con el dedo el lomo de los libros sobre el estante —Ballard, Balzac, Benedetti, ...Blatty—, me topé con otra joya: Les diré que te recuerdo. En ella, W. P. Blatty nos cuenta aspectos de su vida y de la creación de sus obras, que resonaron y se clavaron en mi interior como una estaca. Con palabras que parecen emanar directamente de sus arterias, el autor usa como eje la vida de su madre para contarnos cómo se inspiró en sucesos reales para escribir El Exorcista, o narrarnos toda una serie de hechos sobrenaturales que ocurrieron durante la escritura del guión y la filmación de la película. Un material literario que te hacía ver con otros ojos la historia de una niña de doce años, Regan MacNeil, poseída por el demonio Pazuzu al jugar inocentemente con una tabla ouija. Regan nunca supo que el ente con quien jugaba en el ático de su casa a preguntas y respuestas, aquel personaje que la divertía largas horas a través de su tabla con letras y números, era un demonio. Regan nunca dudó del Capitán Howdy.

Parte III

Pasaron los años. Decidimos seguir adelante sin olvidar de anteponer la palabra supuesto a la de espíritu, pero con poca convicción. Más como un mantra que nos recordaba que teníamos una tarea pendiente, una misión que cumplir.
Nuestra pasión por lo oculto se mantenía intacta, aunque las inquietudes de dos adolescentes ya pasaban por otro lado, y las reuniones dejaron de hacerse en nuestra oficina que, a decir verdad, ya nos quedaba un poco chica. Nuestras visitas se fueron haciendo más esporádicas y llegó un momento en que dejamos de ir. La agencia se disolvió en el tiempo como suelen hacerlo todos los juegos en algún momento de nuestras vidas. No llegamos a decidir cerrarla, simplemente quedó a la espera de nuevos casos.
Pero eso es otra historia y lo que les estoy contando tiene que ver con una tabla, una copa, y cómo evolucionaban nuestras artes ocultas.

—Si hay algún espíritu aquí que se quiera comunicar con nosotros, que mueva la copa hacia el SI.
La frase, trascurridos más de cuatro años desde el primer contacto, ya me sonaba rutinaria. Las primeras preguntas siempre eran las típicas para saber con quién nos estábamos comunicando, aunque con el tiempo había aprendido a no creer en casi nada de lo que la tabla —o el supuesto espíritu— decía. Alguna vez un esclavo durante la revolución de mayo en Buenos Aires, o un piloto ruso, incluso una esclava de un harén, asesinada por una esposa celosa. Las cantidad de historias es infinita, ninguna de ellas muy bien construida, llenas de huecos o inconsistencias.
Recuerdo una ocasión en que los personajes contactados de la noche iban variando de un pirata ajusticiado, a un soldado de la Primera Guerra Mundial, de un cazador de la sabana a un barquero del Nilo. La aparente diversidad de espíritus con quienes habíamos entrado en contacto aquella noche, chocaba con un esquema infantilmente repetido en todas las historias. Resultó que todos ellos habían sido asesinados por su mejor amigo, al descubrir que su esposa lo engañaba con él. Todos menos el pirata, claro, que había encontrado la muerte en la horca.
A no ser que el más allá esté compartimentado según tu destino final —como un hotel donde separan habitaciones según mecanismo de deceso—, las historias parecían ser un invento total.
Lo primero que hice fue preguntarle al barquero si conocía al cazador. Ante la respuesta afirmativa, le pregunté si conocían también al soldado y si, por casualidad, no estaban todos juntos con el pirata. La copa tardó en moverse hacia el SI, lo que interpreté como duda. Finalmente, cambiando a un tono algo acusador pero respetuoso, le pregunté —casi afirmando— si no eran en realidad un solo espíritu.
Se hizo una pausa más larga de lo normal y luego la copa se movió lentamente hasta el SI. El ente se había quebrado. O así lo interpreté en mi imaginación, claro está.
Como tratando de justificarse o simplemente distender la situación, la copa pasó por cada una de las letras de la siguiente frase: PERSONAJES DE CORTAZAR.
—¿Así que son todos personajes de Cortázar? —le pregunté sabiendo que era una mentira.
SI
—¿Te gusta mucho Cortázar?
SI
—¿Qué otros escritores te gustan? —dije, pero la copa no volvió a moverse en el resto de la noche.

Por aquel entonces, donde Internet no existía ni en nuestra imaginación, la única fuente de información una vez agotadas las bibliotecas y hemerotecas, consistía en bucear por las grandes mesas de saldos de las librerías de usados. Lo que encontrabas, además de ser de una calidad lastimosa —en lo que hacía a edición, papel, fotos—, pertenecía a autores de poca repercusión y, en algunos casos, de dudosa existencia real. Es decir que uno debía ojear los libros sin tener ninguna certeza de la fidelidad de su contenido, y tratar de convencerse de su utilidad a partir de la forma en que estaba expuesta la información. Ahora que lo pienso, no es algo muy diferente a la Wikipedia. El precio solía ser irrisorio, un dos x uno, así que era muy sencillo salir de allí con cuatro o cinco títulos. Siempre, al menos una novela. Luego podían venir “Fantasmas entre nosotros”, “Comunicándose con los muertos”, “La vida después de la muerte”. Mi razonamiento, creo que no del todo equivocado, era que no debía ser sencillo para un investigador dedicado a estas artes ocultas, publicar un libro de espiritismo en una gran editorial, con gran presupuesto de marketing, y que seguramente tendrían que caer en una imprenta de barrio manejada por un chino de barba larga y canosa, quien obligaba a su hija —de piel blanca y suave como la porcelana— a dibujar las portadas encerrada en su habitación, sin ver la luz del día.
Esta idea contrastaba un poco con los horribles diseños del común de las portadas, aunque era consistente con el efecto que produciría la falta de sol.
Fue en uno de esos libros que sobrevivió al filtro inicial —muy pocos lo hacían— y no terminó en la basura, que leí un consejo para finalizar una sesión de ouija, en caso de que las cosas se pusiesen difíciles.
—¿Nos podrías decir tu nombre, por favor?
NO
A mi memoria vino el cementerio de Funes y la brisa suave bajo el árbol junto al muro. Pensé —solamente pensé— que tenía que ser una situación similar. El ente que habíamos contactado seguramente conocía a alguno de los presentes.
SI
Todos los integrantes de la ronda me miraron perplejos, sin entender a qué estaba el espíritu respondiendo afirmativamente.
—¿A quién conocés? —pregunté.
La copa comenzó a desplazarse por la tabla hacia la letra F pero, lejos de detenerse en ésta y luego enfilar hacia otra letra, siguió y se salió del tablero. Continuó resbalando sobre la mesa, mientras todos tratábamos de no despegar nuestros dedos de la base de la copa. Finalmente se detuvo a pocos centímetros del borde donde Verónica, la dueña de casa, aún mantenía su dedo con repulsión, con cara de terror, mirando alternativamente la copa a un puño de distancia de su pecho y a cada uno de nosotros.
—Así que conocés a Verónica —dije volviendo a poner la copa con firmeza en el centro de la tabla ouija e invitando a todos a colocar nuevamente sus dedos sobre ella.
SI
—¿Tenés algo importante que decirle?
SI
—Adelante. Te escuchamos. ¿Qué querías decirle?
La copa comenzó a moverse hacia el SI pero antes de llegar junto a la palabra, se desvió describiendo un círculo en torno a ella. Luego, volvió a pasar por el centro e hizo lo mismo para el otro lado, es decir, encerrando en un círculo la palabra NO. Este movimiento se repitió una y otra vez, creándose un símbolo infinito en torno al SI y al NO.
—¿Qué querías decirle a Verónica?
En una de las vueltas la copa rompió el patrón de infinito y se dirigió nuevamente fuera de la tabla para detenerse justo antes de caer de la mesa sobre la falda de Verónica. Puse la copa en el centro y, apenas colocamos nuestros dedos sobre su base, sin que de mi boca saliera ninguna pregunta, volvió la danza del símbolo infinito. Cada vez con mayor velocidad.
—¿Querés conversar a solas con Verónica? —pregunté intuyendo la respuesta.
SI
—Bueno, lamentablemente, no va a poder ser, porque en esta sesión estamos todos o ninguno. Así que si es tan importante lo que tenés que decirle, lo podés hacer ahora.
NO
Alguno de mis compañeros ya habían sacado el dedo de la base de la copa, pero les hice señas de que no se retiraran. Miré a Verónica y vi en sus ojos que no tenía miedo. Con un suave movimiento de la cabeza, me dio a entender que quería hacerlo, que quería quedarse a solas con el espíritu. De la misma forma le indiqué que no.
La copa bailaba frenéticamente, casi a punto de volcar en cada una de las vueltas en torno al centro.
—¿A qué te dedicabas cuando estabas con vida? —pregunté para ver si podía llevar la situación hacia otro terreno menos conflictivo.
La copa cortó sólo un segundo su danza macabra para detenerse en la palabra:
NO
Y continuó bailando.
—¿Qué edad tenías?
NO
—Bueno, como no tenemos interés en seguir con esto —dije ante la mirada entre sorprendida y asustada de mis compañeros—, vamos a terminar esta sesión aquí. Te agradecemos que te hayas comunicado con nosotros. Adios.
Todos, como si se tratara de un hierro caliente, sacaron sus dedos de la base de la copa que dejó de moverse al instante. Risas nerviosas, algún insulto perdido, mucha sorpresa por lo sucedido.
Verónica me miraba como tratando de explicar algo con sus ojos vidriosos. No necesitaba decirme nada.
—Mi hermano murió hace dos meses —dijo como quien saca el corcho de una bañera llena y se queda esperando que el agua y la gravedad hagan su trabajo.
—Ese —le dije señalando con el mentón la tabla ouija y abriendo las cajas de pizza que ya se debían estar enfriando— no era tu hermano.

Varias muzzarelas después, la reunión había recobrado la distensión y el humor habitual. Todos charlaban, reían y comían sin hacer ninguna referencia a lo que acababa de ocurrir. Difícilmente alguno lo había olvidado, pero era preferible, por la salud psíquica de todos, que quedara en el pasado. Sólo una historia más que contar en los fogones.
Juntamos las cajas vacías de las pizzas, limpiamos los restos de comida y bebida que quedaban sobre la mesa con una servilleta, y volví a colocar, ante la mirada atónita de todos, la tabla ouija en el centro.
Les hice señas a dos de mis compañeros para que colocasen sus dedos sobre la copa e hice lo mismo. Supongo que tuve una corazonada, o simplemente miedo. Fue como quien comprueba los pestillos de las ventanas una y otra vez, aún sabiendo que ya lo hizo. Pero no me sorprendí en absoluto cuando, tras caer el tercer dedo sobre la base de la copa, se retomó ante nuestra mirada la danza del infinito.
Mis amigos recogieron sus índices al instante dejándome solo, y la copa se detuvo. Como si se tratase de un circuito a pilas, podían sacar y volver a tocar la base de la copa, para que, al mismo tiempo, la copa bailara o quedara estática. Si algo tuvo de juego, duró un instante. La velocidad con que la copa se desplazaba, en aumento constante, mostraba que algo o alguien se estaba poniendo muy nervioso. A diferencia de lo que simbolizaba la figura descrita sobre la tabla, esa velocidad tenía un límite. No esperé averiguar hasta cuándo la copa podría resistir intacta. Recordé un pasaje de uno de los libros desenterrados, aclaré mi garganta y dije tratando de que no me temblara la voz:
—En el nombre de Dios todopoderoso, te ordenamos que te retires inmediatamente de aquí.
La copa se detuvo en el acto y quedó exánime en el centro de la tabla. La di vuelta y la dejé a un costado, sobre la mesa, parada sobre su base e inmóvil, como corresponde a las copas y a todas las cosas que están muertas.

Casos como este nos permitían ir puliendo la técnica. En los comienzos utilizábamos la pregunta “¿Eres de naturaleza mala o buena?” a modo de seguro, pero estaba claro que sólo sería útil cuando la respuesta fuese MALA, es decir, cuando nos estuviésemos enfrentando a espíritus realmente malos, que no pudiesen ocultarlo o negarlo. Así que decidimos dejar de perder tiempo con esa pregunta.
Lo más importante era el control. Nunca perder el control de la situación. Nunca dejar que el ente manipulase los temas. Creo que el principal peligro de todo esto estaba en que una vez en ronda alrededor de la tabla ouija, nuestras mentes se convertían en cajas de cristal. El supuesto —si cabe el adjetivo a estas alturas— espíritu, tenía en sus manos nuestros temores más profundos, nuestros secretos más turbios, nuestras vergüenzas más ocultas. Podía, si lo dejábamos, hacer de nosotros títeres de papel.
¿Sería posible mantener siempre el control? ¿Qué ocurriría en caso de perderlo?

Podemos hacer un gran esfuerzo tratando de intelectualizar nuestras creencias y nuestras certezas, pero nuestra mente y nuestro corazón pueden seguir derroteros diferentes, o venir uno detrás del otro tratando de alcanzarse. Esto no siempre sucede, como pude comprobar aquellas veces en las que una persona totalmente escéptica pidió participar en una de nuestras sesiones.
He visto a estudiantes universitarios de ciencias, llorar de los nervios ante la certeza de que la copa se movía bajo sus dedos, o a profundos religiosos de toda la vida, explotar de los nervios ante la posibilidad de que exista algo más allá de su experiencia material, que contesta sus preguntas. En la mayoría de los casos todo vuelve a la normalidad al cabo de unos minutos. En otros, semanas durmiendo con la luz encendida, pánico a quedarse sola, son sólo algunas de las consecuencias nada agradables de esta fisura de su realidad.
Vivimos dentro de una realidad construida por nosotros mismos para asegurarnos protección. Y esa realidad es más delicada de lo que estamos dispuestos a aceptar.
¿Por qué continuar, entonces, habiendo tantos riesgos? ¿Por qué seguir jugando con lo desconocido?
El placer por desentrañar misterios, la adrenalina de la curiosidad, la pasión por conocer a cualquier precio, todo es más fuerte que cualquier temor. Nadie le preguntaría a Roald Amundsen si no le parecía que el Polo Sur estaba un poco lejos, o a Edmund Hillary si el Everest no era un poco alto.

Parte IV

—Estuve leyendo que existen otros métodos más eficaces para contactar con los muertos —me dijo una tarde Julián.
—¿Más eficaces en qué sentido?
—En la forma de responder, supongo. Aparentemente —comenzó a explicarme al ver mi cara de extrañeza—, a los espíritus, a los supuestos espíritus —agregó dejando claro que no había olvidado nuestra premisa—, les resulta algo complicado tener que utilizar los cuerpos de los participantes de la sesión para mover una copa.
—Mirá vos.
—Sí. Entonces, hay otros mecanismos de contacto —hizo hincapié en esta frase, mostrando que era la forma en que lo expresaba el libro del que había extraído la información— que se suelen utilizar alternativos a la tabla ouija. Uno de ellos es la mesa que baila.
—La mesa que baila.
—Así como te lo digo. Consiste en colocarse en ronda con las manos así sobre una mesa —Julián extendió sus dos manos en el aire, las palmas hacia abajo y extendiendo los dedos de manera tal que los pulgares se tocaban— y tocando los meñiques con los del compañero hasta cerrar la ronda.
—Medio jodido —dije extendiendo mis manos y tratando de poner mis meñiques en contacto con los de él.
—Y luego se invoca al espíritu y se le pide que levante la mesa.
—¿Qué levante la mesa?
—Sí. Y ahí la mesa se eleva y se para en una pata o completamente en el aire.
—¿Me decís que a los tipos les cuesta mover una copa, y ahora me venís con que levantan una mesa? ¿Quién los entiende?
—Qué sé yo.
—¿Y cómo se comunican?
—No sé, pero parece que es más fácil que la ouija.
—Dejate de joder. Después me decís que se ofenden cuando les hacés leer un papelito. ¿Y esto qué es? ¿Para ir al circo? ¿Qué viene después? ¿Traeme la pelotita?. No, ya sé, “Hacé el muertito”.
A Julián no le hizo gracia mi chiste y pasó al otro método:
—Es el más básico de todo médium —dijo con solemnidad y los dos nos miramos en silencio—. Es la raíz del espiritismo y como todo empezó. Es la técnica primigenia, es...
—¡Bueno, dale, contá la técnica!
—Sí, tranquilo. No tiene nombre...
—Qué raro —dije.
—Raro. Pero consiste en hacer preguntas al espíritu invocado e indicarle que dos golpes son SI, y un golpe es NO.
—Ah, una boludez.
—Aparentemente, el espíritu logra generar los sonidos utilizando sus capacidades hectoplasmáticas.
—La puta.
—Es lo más fácil para un espíritu. Así no tiene que utilizar su energía tratando de mover objetos.
—No, claro, obvio.
Nos quedamos en silencio, meditando, cada uno ensimismado en sus pensamientos. No sé en qué estaría pensando Julián, pero por mi parte no me agradaba la idea de estar en silencio en una habitación y, de repente, comenzar a escuchar fuertes golpes provenientes de ningún lado. Habremos estado así varios minutos, hasta que uno de los dos rompió el hielo cambiando de tema, proponiendo alquilar una película en video. Nunca volvimos a hablar del asunto.
¿Por qué, después de todas las experiencias que habíamos tenido, esa reticencia a probar algo distinto? ¿Por qué ese miedo a tener más certezas, a utilizar un elemento que podía inclinar la balanza hacia alguna de las hipótesis?
¿Será quizá que mientras se mantenga la balanza equilibrada, nos aseguramos la cordura? ¿Acaso sentimos que mientras quede un resquicio de duda, nuestra percepción de la realidad, el burdo modelo que hemos diseñado de todo lo que nos rodea, está a salvo? De ser así, hasta que no estemos listos para conocer la verdad, la duda, la ignorancia, será nuestro refugio.
Quizá todo Amundsen tiene una distancia más allá de la cual que no está dispuesto a ir, todo Hillary, una altura sobre la que no está dispuesto a seguir subiendo. Uno pasa la vida adentrándose en montañas, selvas y desiertos, buscando ese límite. ¿Será que muchas veces lo vislumbramos en la oscuridad y, en lugar de encender la luz para estar seguros, cambiamos de rumbo para seguir con nuestra búsqueda en otra dirección?
Hay que saber disfrutar del camino, es verdad, pero también hay que tener el valor para reconocer si se está llegando al final, y la fuerza para volver sobre nuestros pasos si resulta una calle sin salida. Es muy fácil verse seducido por el camino. Y mucho más, quizá, lo es para cualquier adolescente luchando constantemente contra sus inseguridades, en plena búsqueda de una identidad que le allane el difícil sendero a la madurez.
La excitación que despertaba en casi todas las personas —salvo aquellas totalmente consientes de su miedo— formar parte por primera vez de una sesión espiritista, te convertía automáticamente en el centro y atracción principal de cualquier fiesta o reunión. Sólo bastaba que el tema de la charla fuese fantasmas o espíritus —tema que se toca en algún momento de la noche—, para que alguien diga “Son boludeces”. Ahí uno introducía la frase cuña “La copa se mueve. Qué la mueve, es otro tema, pero que se desplaza en forma inteligente, no hay duda”. Al cabo de diez minutos, uno —hasta ese momento al margen de la reunión por no conocer a nadie—, pasaba a ocupar el núcleo en torno a lo que todo el resto de la noche giraba, con rock & roll, cerveza, pizza y diversión asegurada. Un poder al que era casi imposible resistirse. Eran unos ojos claros mirándote mientras caminabas silbando por el sendero que se alejaba del cementerio.

Una mañana, durante un desayuno con mi hermano, todo cambió.
—Tuve un sueño extrañísimo —me dijo mientras introducía dos rodajas de pan en la tostadora—. En realidad, hace varios días que vengo teniendo un sueño casi parecido.
—¿Qué soñaste? —le pregunté por la simple formalidad de mantener una conversación matutina. Le puse azúcar a mi café y mientras revolvía la taza lo miré. Por su gesto parecía estar tratando de resolver un complicado problema matemático.
—No sé si están relacionados, pero hace varios días que sueño que me despierto en medio de la noche. Estoy convencido de que me acabo de despertar y que tuve una pesadilla de la que nada recuerdo. E inmediatamente me despierto, esta vez, en la realidad.
—Es normal, no le veo nada de extraño —dije, y comencé a untar una tostada.
—Es que así era al principio. Pero día a día, el tiempo que tardo en despertar se hace más largo. Es decir que paso más tiempo en ese despertar en medio de la noche, luego de la pesadilla. Y hace uno dos o tres días que empecé a escuchar las voces.
Dejé de untar la tostada y lo miré fijamente.
—¿Qué voces?
—En realidad no sé si son voces —contestó—. Cuando despierto en medio de la noche, empiezo a escuchar un murmullo, como de varias voces tratando de decirme algo que no se entiende.
—Eso sí ya es más extraño.
—Para colmo, yo siento que estoy despierto, que estoy en mi pieza, y me viene ese murmullo extraño. Ahí empiezo a pensar si estoy dormido o despierto. Generalmente, en ese momento, cuando me doy cuenta de que si escucho esas voces no puedo estar despierto, que tiene que ser una pesadilla, me despierto de verdad. Pero anoche no.
Las tostadas saltaron y ambos nos sobresaltamos.
—¿Y qué pasó anoche? —le pregunté ya con algo de miedo.
Y me contó su pesadilla.
Por alguna razón que para mí estaba bastante clara, mi hermano había recibido un mensaje. Y el destinatario de ese mensaje era yo. No fue necesario rumiar su significado mucho tiempo, ya que desde la primera vez que escuché a mi hermano relatármelo, supe que era una advertencia.
En su sueño, Gastón despertaba en medio de la noche y quedaba sentado sobre su cama. Al cabo de un rato, en medio de esa casi total oscuridad que sólo te permite vislumbrar los contornos de las cosas, comenzaba a sentir el murmullo. Extrañas voces susurrando al unísono frases irreconocibles. La noche anterior, a diferencia de todas las otras, no despertó al tomar conciencia de que estaba soñando, sino que descorrió las sábanas que cubrían sus piernas y se bajó de la cama. Se puso de pie y comenzó a caminar hacia la puerta de la habitación, sintiendo como si el murmullo era una nube de peces diminutos, que uno podía ir atravesando de a poco, dejando algunos detrás, acercándose a otros delante. De tanto en tanto alguna de esas voces se hacía más entendible y fuerte, como si uno de estos supuestos peces se acercara a su oído y le susurrara directamente a él. Tan fuerte era esa sensación de estar atravesando las voces, que daba manotazos al aire tratando de tocarlas.
Salió de la habitación. Un pasillo de unos cinco metros conectaba los dormitorios con el living. Quizá porque era en esa dirección que las voces se hacían más fuertes, o simplemente porque los sueños no tienen explicación, Gastón llegó al living. Lo más extraño, dijo, era que hubiese jurado estar despierto si no fuese porque al dar manotazos con intención de sentir la textura del murmullo, el aire era pesado como gelatina.
En un rincón, sobre una pequeña mesa de madera, estaba el teléfono. Era un moderno teléfono inalámbrico con contestador automático incorporado. Las voces ya se sentían con mucha fuerza, casi podía entender la frase que trataban de susurrarle, pero su mirada se detuvo en luz roja que titilaba insistente sobre el teléfono. Había un mensaje guardado. Se acercó al aparato y presionó la tecla PLAY. Por el parlante se escuchó una voz aguda como un pito que dijo, tratando de forzar un burdo acento italiano “¿Certo que el niño se está confiando mucho?”

Hasta aquella mañana en que recibí el mensaje, no había tomado conciencia de que había cosas que escapaban a mi control. De que podía estar dispuesto a arriesgar mi cordura y hasta mi vida, pero que uno es más vulnerable de lo que siempre piensa. Porque uno no termina en su propia piel. Uno está rodeado de gente que ama, y al mismo tiempo la gente está lejos, fuera de tu protección. La diferencia entre un temerario y un valiente, rezan todos los manuales de supervivencia, es que el primero pondrá en peligro al grupo. No me considero ninguno de los dos, pero algo que no estaba dispuesto a hacer era poner en peligro a mis seres queridos. El mensaje que había recibido tenía para mí dos significados. El obvio, y otro, implícito, que me dejaba claro que las cosas pueden ser muy distintas más allá de las tres dimensiones espaciales.

Nunca volví a sentarme frente a una tabla ouija. La nuestra quizá esté sepultada en un armario bajo una caja llena de cartulinas amarillas donde sólo una de ellas anuncia RESUELTO. Otra dirá Hipótesis A. Vino la facultad. Cambié la ouija por una guitarra para tratar de seguir mi lucha contra las inseguridades, aunque en más de una reunión tuve que explicar que la copa se movía, que no sabía por qué, pero que se movía. Y hasta tuve que dar las directivas para que otros se convenciesen de que era efectivamente así. Porque yo, por motivos personales, ya no hacía más espiritismo. Pensar que más de diez años después iba a recibir otro mensaje, atrasado, que me advertía lo que podía ocurrirme si continuaba con aquel juego infantil. Si juegan la copa. Sólo que esta vez, lo extraño no vendría dentro del mundo de las pesadillas. ¿O sí? Pero de la visita del Albino, ya les he contado antes.

Damián Mast
Granada, 19 de agosto de 2010.

lunes, 16 de agosto de 2010

OVNI SOBRE MONTEVIDEO. OTRAS IDEAS, MAS FOTOS.

El día 13 de julio, en Montevideo sucedieron hechos particularmente llamativos, y, desde la óptica de los temas tratados habitualmente en este blog, muy impactantes.
La foto que el amigo Boris me hizo llegar para analizar, tomada durante los festejos por el cuarto puesto logrado por la selección uruguaya durante el Mundial de Sudáfrica, produjo una verdadera tormenta de informaciones y opiniones, de todo tipo.
Al mismo tiempo que yo publicaba en el blog la fotografía, con autorización expresa del autor de la misma, el la enviaba a diferentes medios de prensa del Uruguay.
Es a partir de la aparición de un articulo en el periódico El País de Montevideo ( hacer clic aquí para acceder al artículo : http://www.elpais.com.uy/100721/pciuda-503130/ciudades/Fuerza-Aerea-investiga-foto-de-ovni-tomada-durante-la-caravana-celeste ) que el interés por el tema da un gran salto.
Lo que es muy importante remarcar, es que también fue enviada al CRIDOVNI, organismo de la Fuerza Aérea Uruguaya que se encarga de estudiar el fenómeno OVNI.
Esto dio aun mas trascendencia al asunto.
En esos días se sucedieron los programas de radio y televisión donde se comentó el tema. En algunos casos, estos medios requirieron mi opinión personal sobre el asunto. Incluyo aquí un articulo de Montevideo COMM, donde se reproduce con fidelidad la conversación que tuve con el periodista que me entrevistó.

http://www.montevideo.com.uy/notnoticias_114831_1.html

Lo anteriormente expuesto, tiene como única finalidad el servir de introducción al tema que quiero comenzar a esbozar a partir de ahora:
Estoy convencido de que este hecho tiene una lógica, apunta a algo.
Muchos estudiosos de este fenómeno ya se han referido a esta posibilidad.
Por supuesto, no podemos dejar de nombrar aquí a Jaques Vallèe, científico francés afincado en EEUU, que fue quien con mayor precisión y claridad hablo del tema.
Da la impresión de que el fenómeno, en determiadas circunstancias, aprovecha la gran emotividad suscitada por diversas causas, en grandes concentraciones humanas, para mostrarse, a veces de manera clara e indiscutible, a veces de forma sutil pero efectiva, gracias a los medios actualmente a disposición de miles de personas, es decir la fotografía o el video digital.
Según el estudioso francés, estas apariciones tienen una finalidad, el habla de “ mojones” que van marcando una especie de senda.
Pero en el caso que nos ocupa, esto tiene connotaciones aun mas claras.
La emotividad enorme que se vivía en momentos en que esta foto fue tomada, y en los días posteriores, donde la noticia del “ OVNI de la Caravana Celeste” repercutió con gran fuerza, es, me animo a opinar, el elemento central.
Sabemos que es la emotividad la que introduce el agregado necesario para que un hecho quede en la memoria colectiva.
Se dan una serie de elementos para la creación del mito: héroes épicos siendo recibidos con un inmenso sentimiento de gratitud por la batalla librada y los triunfos logrados, por una enorme cantidad de personas en estado de cuasi éxtasis. No creo exagerar en estos conceptos.
La carta que podrán leer mas abajo, redactada por el amigo Boris, el autor de la celebrada fotografía, es extraordinariamente clara en ese sentido.
No tengo, entonces, ninguna duda al respecto.
Si buscamos un porqué a este tipo de acontecimientos, debemos definir bien el marco en el que se desarrollan. Es aquí donde se encuentran todos los elementos que nos conducirán a encontrar conclusiones.
Boris encuadra a la perfección los hechos. Todo es tomado en consideración.
Lo deportivo, lo social, lo económico, lo institucional, el sentimiento de pertenencia,el orgullo nacional, la actitud de los medios, las diversas y variadas opiniones, los que estaban a favor y los que denostaban el hecho, pero por sobre todo, la emoción que rodeó al acontecimiento.
No creo equivocarme si planteo que esta es una oportunidad interesante para analizar el fenómeno desde una óptica que si bien no es nueva en absoluto, a veces se olvida un poco. Quizás no sea solamente el hecho de acumular pruebas de la existencia de esas manifestaciones en el cielo lo que mas interese, si no el hecho de encuadrarlas en el momento histórico y social en que se producen, para ir acercándonos un poco mas a su verdadera esencia.
De todos modos, seguiremos mirando al cielo, y fotografiando o filmando sin parar en busca de esas presencias.
Pero a mediados de julio pasado, y en Montevideo, sucedió algo peculiar.
Pienso que quedará en la memoria de muchísima gente. Lo mas probable, es que ese sea el objetivo buscado.
Ahora, los dejo con la carta del amigo Boris.
Remarqué en negrita los párrafos que a mi entender explicitan la idea que vengo de plantear.
Incluyo varias fotografías de un objeto, mas que probablemente el mismo, que me fueron enviadas por diversos lectores del blog en aquellos días.
Ustedes podrán sacar sus propias conclusiones viendo las características que se muestran en las fotos.
Una ultima precisión: en ninguna de las fotos hice otra cosa mas que agrandar la imagen para poder verla con mas facilidad, y aumentar un poco el contraste.

Un saludo cordial a todos.
Héctor.



“Que tal querido Héctor.

Me parece muy buena tu idea sobre escribir acerca de “lo que nos tuvo ocupados los pasados días”.
Tu propuesta de plantear sobre la construcción del mito sobre lo ocurrido el 13 de julio tal vez se complemente con una visión “desde dentro”, para integrarle al asunto una mirada uruguaya de lo que fue un acontecimiento también sociológico.

A tu pregunta sobre el material recabado, te digo que no tengo prácticamente mucha información, salvo algunos pocos artículos recortados y pegados, sacados de Internet; algunos comentarios del público luego de la publicación de los artículos, y la mirada de unas pocas páginas extranjeras sobre como vieron la noticia ocurrida en Uruguay.

De todas formas hay una mirada propia que si quiero compartir con vos sobre varias cosas que aquí sucedieron a nivel informativo; a nivel personal una vez que la noticia empezó a expandirse, así como también los efectos psicológicos producidos en algunas personas allegadas y no tanto.

Pero bien, como dice la máxima: “primero lo primero”.

Y lo primero es empezar a decir que estaba haciendo yo aquel martes 13 de Julio, en plena avenida del Libertador en un día gélido como pocos, y rodeado de miles de personas.

La caravana celeste, encabezada por el ómnibus que transportaba a los jugadores del seleccionado de fútbol ya hacía más de cuatro horas que había partido de su punto de inicio a unos 23 kilómetros.

El fervor popular por la selección en el campeonato mundial de Sud África fue ganando adeptos a medida que pasaban los partidos de forma exponencial como hacía mucho tiempo no ocurría con nuestro equipo. Por largo tiempo nuestros veteranos se habían encargado de mantener la memoria para burlar el olvido. Las hazañas de otros jugadores que supieron traer a país grandes logros y hazañas había sido un gran relato para muchas generaciones de jóvenes y no tan jóvenes.

Pronto, los números comienzan a cantar los nuevos aires celestes. La valla celeste batía un nuevo récord de tiempo sin ser vencida…o volvía el triunfo luego de tantos años, allá por el mundial del 90. Y había que remontarse aún mas atrás para buscar un triunfo 3 a 0 en nuestra historia…luego pasar a octavos…a curtos de final…y soñar con ser campeón.

Las crisis, las malas administraciones del fútbol local, la falta de proyectos a nivel de divisiones inferiores, intereses económicos, las deudas de los clubes, la falta de público en las canchas, la violencia, la sangría temprana de nuestros mejores jugadores al fútbol extranjero…Todo se paga de alguna u otra manera, en un país tan chico.

Los resultados llegaban como oleadas de optimismo y parecía querer olvidar que habíamos sido los últimos en clasificar, luego de un repechaje con Costa Rica por el último lugar en la gran fiesta. Pocos imaginaban lo que estaría por venir.

A todo esto, un elemento fundamental sin el cual no habría magia. La relación del público con “sus jugadores”.
Este plantel de muchachos logró por mérito propio ganarse el corazón de la gente, porque sin dudas ésa fue la moneda de intercambio.
Desde hacía mucho tiempo no se veía un grupo tan unido, tan compañeros, tan solidario…tan amigos.
Eso se percibía, no había que escuchar declaraciones o conferencias de prensa, o comentarios de pasillos y vestuarios.



Como un deseo añorado por siempre en la sociedad uruguaya ,(que tiene como sello propio la constante actitud crítica a todo y reivindicación constante a lo que falta y las diferencias…) estos muchachos de pronto de forma natural y simple, estaban juntos en sus diferencias. Encausados y apuntando hacia delante, alegres, seguros, confiados. Y con el corazón en las manos por sobre todas las cosas. No era entonces difícil no quedar admirando y generando cariño a todo lo que rodeaba a la selección en ese marco.

No recuerdo haber visto a alguna otra selección, cuando ya era en los últimos partidos, el capitán a la hora de posar para los fotógrafos antes de empezar el partido, convocara a todos los jugadores…suplentes y titulares. El grupo presente, todos valiosos y necesarios, todos engranajes de una misma pieza, todos presentes dando la cara y el alma.
El orgullo se construye no solo de jugadas o el taponazo que se clava en el ángulo o la atajada felina que salva de un gol seguro. Había un plus que hasta el uruguayo más desvinculado al fútbol, quedaba cautivo. Daba la sensación que así éramos, así somos, espejo y reflejo de un aspecto de nuestra sociedad que se dejaba ver en un evento deportivo.

Como si fuera poco, el maestro Tabarez, entregando en sus palabras un continuo regalo de sobriedad y humildad. La mano del maestro estaba presente no solo en la cancha sino también en el vínculo, la inteligencia al servicio de un proyecto.
Cuando fue el momento mas vívido le preguntaron casi un mes después de terminado el mundial…él respondió…”ver a mis muchachos cantando el himno, previo al partido
estando donde correspondía que estuvieran, por merecimiento propio.”

Toda esta atmósfera flotaba luego dentro del campo, disputando cada pelota.
Reza la canción…cuando juega Uruguay, juegan 3 millones.
La celeste estaba de regreso…y traía consigo la mística, eso que nos habían contado nuestros viejos. Por fin podremos dejar de hablar de Maracaná comentaban unos pibes pintados con banderas uruguayas en sus rostros. Ellos ahora sentían que estaban escribiendo la historia.

Los partidos se sucedían y la alegría se multiplicaba.
Habíamos llegado últimos y sin ruido, lejos de favoritismos…y nos estábamos metiendo entre los cuatro mejores del mundo.
El triunfo ante Ganha fue épico de la misma manera que las derrotas ante Holanda y Alemania. Se perdió como todo el mundo quiso perder, apretando los dientes, luchando hasta el final , potenciando el orgullo de la casaca color cielo, y metiendo al rival debajo de los tres palos pidiendo la hora.



Uruguay es un milagro de 3 millones de almas que tal vez por el hecho de estar entre dos gigantes hermanos, a necesitado dar lucha y hacer notar su existencia.
Por eso no importan los estadios en contra frente a un puñado de hinchas celestes, o tener al juez flechando la cancha a favor del rival, o no jugar con todos los jugadores titulares…todo esto viene en el paquete.

Por eso este mundial fue épico para los uruguayos, porque se dieron todas las condiciones para reivindicar la “uruguayez”. Eso explica lo explosivo que resultaron los días posteriores a la llegada del plantel en cuanto a convocatorio de gente.

El fútbol es un deporte, pero es innegable que hay un componente social en la forma de llevar adelante un juego, o una estrategia. Y la gente con mucha fuerza comenzó a sentir que estaba recuperando un pedazo de su propia identidad cultural, perdida en el tiempo.

Tal vez estas líneas, aunque llenas de emoción, son cortas para ilustrar esa sensación flotante por esos días en todo el territorio nacional.

La gente estaba feliz, radiante.
Había en el aire, una sensación de haber recuperado la autoestima.

El ejemplo celeste se estaba infiltrando por todos los rincones y actividades y llenaba el espacio.
Los diarios publicaban que en estadísticas, había bajado el índice de suicidios en el país durante la copa del mundo.

La sensación de unidad era poderosa.


El retorno de los muchachos a casa, se estaba preparando días antes de finalizar el mundial.
Un Gran estrado se había levantado en el Palacio Legislativo, donde tanto el presidente de la República J.Mujica como el vicepresidente D. Astori le entregarían a modo de reconocimiento a todo el plantel , equipo técnico y ayudantes, una medalla de bronce bañada en oro del escudo nacional con el grabado : “en agradecimiento del pueblo uruguayo”.

Por causa de retrasos aéreos, el vuelo llega casi a medianoche, por tanto la caravana se pospone al otro día a las 11 de la mañana. La llegada del plantel al aeropuerto de Carrasco mostraría un avance de lo que sería el otro día. A pesar de haberse pedido por prensa no ir al aeropuerto a medianoche, de todas formas la gente se agolpó en los pocos kilómetros de ruta que lleva del aeropuerto al complejo lugar donde siempre concentra la selección muy cerca de allí.

Al otro día el frío golpeaba duro, sin embargo el calor humano hizo del clima algo insignificante.
La gente se encontraba con los muchachos celestes y de mil formas distintas se acercaban para demostrar su alegría…pero fundamentalmente su agradecimiento.

Esta fue la tónica de los “festejos celestes”. Tal vez con una mirada externa y foránea no entendería tanto despliegue para festejar un cuarto puesto de un mundial, que no es poca cosa en un torneo cada vez mas competitivo como un mundial.

A mi entender por lo que se vio durante todo el transcurso de la caravana y los días siguientes el común denominador que imperaba por todos lados era el agradecimiento.

Miles de carteles de distintos tamaños y formas, escritos en simples hojas de papel o amplias banderas. Nunca había visto escrito por tantos lados la palabra “GRACIAS”.
El pueblo estaba dando el merecido reconocimiento por la lucha y la entrega deportiva, pero sobre todo estaba agradeciendo por la alegría y haber podido rescatar esa sustancia que se la debe buscar a en lo profundo del sentir de un colectivo social y que de tanto en tanto asoma en las gestas deportivas.

Mas adelante, la palabra “gracias” se la vio escrita por todos lados, marquesinas, spots televisivos y radiales, pie de página en los correos electrónicos de las empresas, calcomanías, propagandas en paradas de ómnibus, afiches, etc.

No era un festejo corriente. El pueblo reconocía a sus héroes, que a su vez devolvían el gesto expresando que no había mejor cosa en sus vidas que aquel momento y el orgullo de ser uruguayos.

Los días siguientes eran una locura. La gente seguía a los integrantes del plantel a todos los sitios donde estos se presentaban. Escapes por puertas traseras, congestiones de tránsito, fervor, gritos y aplausos por doquier.
El último gesto de los celestes fue crear la fundación celeste, para apoyar a futuros jugadores que no tengan los medios necesarios para seguir la carrera deportiva



Es en ese marco social y cultural que acontece lo que luego sería también noticia relacionada a la selección.
Una noticia de la FIFA, hablaba que la selección uruguaya había sido la más mediática del mundial, y la cosa parecía querer continuar.

En medio del gentío, como tantos otros alzando el brazo para capturar distintas fotos, participé por algunos minutos de ese cálido recibimiento a los celestes.
Comprendí que ese momento era histórico y la gran avenida repleta de banderas uruguayas era una foto impostergable, aún sacada con un teléfono celular.
No sabía que aparte del imponente mural de fondo, iba a captar en el cielo un objeto extraño que en el momento no me percaté de su existencia.


La mañana del miércoles 21 de Julio, la noticia de la foto estaba prácticamente en todas las radios.
El diario el país había publicado la noticia y desde la noche anterior venía anunciando entre otras informaciones sobre el extraño objeto aparecido en una foto de los festejos.

Los programas matutinos radiales que por lo general leen los titulares y otras noticias de los periódicos nacionales, estaban comentando con asombro, que mientras miles de personas participaban eufóricos del recibimiento de la selección, en el cielo había algo en primera instancia “extraño”, con una forma particular.

Cada programa le daba al asunto el encare particular según el perfil habitual.
Algunos jugaban con la audiencia a “adivinar” que era ese objeto volador no identificado, suscitándose las mas inusuales, divertidas y ocurrentes respuestas que la audiencia enviaba a la radio mediante mensajes de textos o mails.

Las respuestas decían de periodistas apurados y “volando” para llegar primero y tomar los micrófonos del estrado para ser maestros de ceremonia; la pelota del penal errado de los ghaneses; viajeros en el tiempo que volvían a ver al Ruso Pérez en persona…; prendas íntimas femeninas lanzadas desde los balcones de los edificios a los jugadores…y por supuesto los extraterrestres homenajeando a los jugadores.

Otros programas comenzaron en tono humorístico con la música de archivos X y leyendo la noticia con voz de gran misterio…para luego abrir los teléfonos al aire y permitir que algunos valiosos testimonios dieran cuenta de experiencias personales en torno al fenómeno ovni.

Recuerdo uno particularmente interesante de un conductor de bus al interior del país, relatando su experiencia con un objeto luminoso que esa noche, por varios minutos estuvo a la vista de todos los pasajeros.

Otros programas desacreditaban el asunto de forma tajante.

Ese mismo día y noche, la noticia empieza cada vez a ganar mas presencia.
El enfoque del asunto, no solo estaba puesto en la foto en sí, sino en que ya había un resultado técnico de una persona idónea, y que se esperaba con gran expectativa los resultados de los análisis que podría hacer la fuerza aérea.

Como ya te expliqué por aquellos días, yo preferí que la foto y los estudios fueran los protagonistas y me apoyé en que era mas importante la foto que el fotógrafo en si mismo.
Mi presencia no hubiera aportado gran cosa, al contrario, podría especularse que si detrás de la foto había un interés personal en “aparecer”, la seriedad del asunto y la intención última se estaría contaminando, de un elemento egocéntrico.

Es interesante como de las pocas personas que se enteraron de mi participación en la noticia que estaba en boca de tanta gente, un porcentaje considerable preguntaba porqué no haber “vendido” la foto…o de última porque no alcanzar cierto beneficio de aparecer y dar la cara y así ganar popularidad...por 15 minutos.

Parece que la gran caja de colores que hipnotiza sin parar, sería un destino aprovechable para mucha gente a la mínima oportunidad…como si todo en nuestra vida solo fuera validado si sale en la tele.
Sin duda es un concepto a revisar a nivel social…cuanto poder le damos a las versiones, a los dichos…a los sistemas de creencias que son continuamente promovidos desde un lugar de poder y de forma masiva.

A otro nivel, fue interesante descubrir en foros de Internet, a personas que se hicieron pasar por mí y hablaban con propiedad de el momento que captaron la foto, etc.

Volviendo el tema de la propagación de la noticia, también me llegan comentarios de Parapsicólogos que en algún programa trataba de explicar, como era posible que a una persona ya hubiera sacado fotografías de objetos en el cielo, y ahora nuevamente sucediera. Hablaban de cierta “sensibilidad”, cosa que es bastante criticable cuando se trata simplemente de prestar atención a las fotos sacadas por cámaras incluso diferentes, no de percibir el fenómeno con ojos propios.

Los argumentos a favor y en contra estaban a la orden del día. Los primeros intentos de explicar el asunto…”una mancha en la lente”.
Comento que no fue la única foto que tomé ese día y en ninguna otra toma en ese cuadrante había algún tipo de anomalía.
Me tomé la molestia de sacar otra foto del mismo lugar, otro día cualquiera por si la fuerza aérea pudiese estar interesada en las tomas, la cámara del celular…etc.

Había también una pregunta que se repetía…como podía ser que solo una persona hubiera captado en una sola foto el objeto…??




Luego aparecerían otras fotos que anulaban las anteriores posibilidades y haciendo del caso algo muy interesante.

Recuerdo la noche que el Cnel. Sánchez me llamó por teléfono a mi casa. Luego de agradecerme el gesto que había abierto la posibilidad de recurrir a la fuerza aérea para investigar estos asuntos. Se mostró muy interesado en saber si yo recordaba de ese día, si había mucho viento en esa zona de Montevideo. Solo bastaba con ver flamear las banderas en los varios videos tomados ese día para advertir que sí, y esa fue mi respuesta.

En otro aspecto de la opinión pública, también se hablaba de las distintas aeronaves que surcaban los cielos ese día. Ciertamente me quedé con las ganas de ver a los dos aviones de la fuerza aérea pintados de celeste. La vez que pasaron, antes de estar en la calle, yo me encontraba dentro de un edificio y a pesar que corrí a una ventana, otros edificios me quitaron la visual y no los pude ver.
Si hubieran pasado en el momento de estar en la avenida, yo no hubiera sacado ninguna foto, sino mas bien me hubiera detenido a ver los aviones “pintados de celeste”.

De todas maneras la “forma” no respondía a algún tipo de aeronave conocida.

Todo el mundo recuerda, porque estaban filmando en vivo todos los canales de tv, las dos veces que los caza pasaron sobre el gentío pues era el momento que hablaba el técnico Tabarez y debió interrumpir su discurso dos veces porque el ruido de los motores no dejaba escuchar nada.

Ese momento fue muy posterior al click de la toma.

En los días posteriores la noticia había explotado en Internet y de allí en más la fuerza aérea cobraba más protagonismo.
El Cnel. Ariel Sánchez, en nombre de CRIDOVNI, era convocado por los medios. No solo centraba la atención en la foto sino también en el organismo, la investigación, los 40 casos aún no resueltos, los casos más destacados como la persecución de un ovni por aviones de la FAU, etc.
Como nunca antes, CRIDOVNI, había suscitado tanta atención y había sido conocido por la gran masa de gente.
Lamentablemente por estar trabajando, no pude escuchar ni ver la entrevista que te hicieron a vos en algún canal de televisión de Montevideo.


Al entrar en escena otras veinte fotos que la gente empezó a enviar a CRIDOVNI, los resultados se hicieron esperar un poco más, aumentando la expectativa.
Había otras fotos que denunciaban el fenómeno, la gente había participado y había revisado sus registros y no se las había quedado para sí sino que también se sumaba al interés de investigar.



Cabe recordar que de parte de CRIDOVNI se comentó que la casilla de correo estaba saturada de fotos, muchas de ellas haciendo bromas en torno al fenómeno ovni.

En tanto personas vinculadas a la investigación ovni en Uruguay, convocaban a charlas y conferencias en torno a otros registros e investigaciones.

En otro orden de cosas, a medida que se desarrollaba la noticia, en espera de la fuerza aérea, otra noticia impactaba a la opinión pública con consecuencias que continúan hasta nuestros día, como ha sido en día de ayer (10/7/10) la renuncia del Jefe Mayor de la Armada como consecuencia de las acciones de corrupción en la cual hay un sobrino también vinculado a esta arma.

La noticia fue progresando lentamente, sobre presuntas irregularidades en las compras fantasmas de determinado material, grúas, lanchas, gastos de combustible, tarjetas telefónicas vendidas a particulares, etc. Por montos millonarios. (Adjunto notas en otro archivo, pero en Internet hay basto material de este asunto).

Fueron separados del cargo por investigaciones 4 altos jerarcas y luego con la intervención judicial se procedió a condenas por corrupción y malversación de fondos.
Con el correr de las investigaciones se descubrieron otros ilícitos que concluyeron con lo anteriormente dicho de la renuncia del Jefe Mayor de esa arma.
Al día de hoy, hay catorce nuevas denuncias en manos de la justicia.

Que me motiva a vincular este hecho con el fenómeno en cuestión que suscitó la fotografía de Avda. Libertador…??
En un programa radial, un personaje humorístico, que hace las veces de comentarista de las noticias diarias desde su visión ácida y humor negro, sintetizaba algo que estaba flotando en el ambiente, y que posiblemente mucha gente pensaba.
Las palabras fueron mas o menos así…”mientras la armada uruguaya está atravesando una de las peores vergüenzas y crisis de su historia por los hechos de corrupción en compras fantasmas…la fuerza aérea investiga fotos de presuntos ovnis que le manda la gente…”

Esta idea logra canalizar un pensamiento sumamente conservador de la sociedad uruguaya, mayoritariamente escéptica a mí entender.



Y el programa con la humorada continuó al punto de tocar el límite en cuanto al respeto de una persona y su profesión…”Cuanto hay que estudiar y esforzarse durante toda una carrera en la fuerza aérea para lograr ser Coronel…,y terminar como Sánchez, mirando fotos adivinando de que se trata lo allí se ve…”

Por supuesto que también se dijo…”cuanto de nuestros impuestos van a parar a CRIDOVNI y si tiene sentido, gastar un dinero en esos asuntos…”.
La contaminación de la situación de la otra fuerza (la armada), estaba presente también en esta perspectiva.

Por eso me adhiero a tu visión en cuanto que hubiera sido si con esa coyuntura, la fuerza aérea admitía que había algo en el espacio aéreo que estuvo fuera de su conocimiento y control y que había sido descubierto de forma casual en una y luego varias fotografías.

Mucha gente suspiró aliviada al recibir la información “oficial” que el objeto era algo convencional. Podría ser cualquier cosa, se afirmaba…pero ovni no era. Juego de palabras si los hay.

Hay respuestas políticamente correctas que dejan la sensación de que era lo que se precisaba decir.

Que pasa si todo eso no tiene explicación…? A que clase de nuevos conceptos tenemos que enfrentarnos para explicar ese hecho…? Que emoción sobreviene a una confirmación de una incerteza…? Miedo, angustia, espiritualidad,…?
Lo nuevo y lo diferente no siempre es sinónimo de parto sin dolor.
A que nos enfrentamos, en la hipotética situación de un objeto extraño presente en ese momento tan particular de júbilo y sobre todo agradecimiento popular? Porque en ese momento y no en otro?
Que ficha cae en la conciencia humana saberse observado en cuanto a nuestra propia relación entre nosotros mismo y nuestro planeta…?
Habría otras tantas interrogantes que suscitarían otros alcances paradigmáticos y existenciales, que obligarían a pensar las cosas fuera de una visión antropocentrista.



En foros, o en comentarios de la noticia de algunos medios de prensa, leí a muchas personas molestas por lo que ellos entendían que no “cerraban” las explicaciones en contraposición a la imagen en sí, así como también a tu propio análisis.

Estoy convencido que nunca una noticia en torno al fenómeno ovni, involucró a tanta gente y generó tanta expectativa en Uruguay.
Por eso te comentaba que esa espera, dio pie a generar la discusión, el debate, el compartir experiencias y escuchar a otros que tienen algo que decir, y que ahora encontraron el momento oportuno de dar luz a sus vivencias.
Amigos míos, se animaron a contar alguna experiencia de infancia en su pueblo con gran cantidad de testigos…un tema del cual nunca habíamos hablado.


Y está muy bien que una de las ramas de acceso al tema fuera vía humor, porque en todos esos días la gente estaba muy feliz y contagió su alegría también a este hecho.

Tal vez habría más cosas por decir.
Intenté sintetizar algunas ideas que fui madurando en estos días, siendo partícipe a la vez que también observador.
Adjunto en otro mail el poco material que guardé de esos días.

Te mando un abrazo grande.
Estamos en contacto.
Boris.”